El pequeño Larousse ilustrado da la siguiente definición del menhir: Menhir, n. m. (del céltico men, piedra, e ihr, largo. Piedra vertical, monumento megalítico llamado también Piedra levantada).
El nombre de menhir, que viene de un bretón bastante reciente, se emplea ahora en toda Francia . Este megalito se llamaba antes, simplemente, la piedra; a veces, la piedra levantada, o la piedra erguida. Cuando tales piedras presentaban ciertas particularidades, se llamaban, de acuerdo con éstas; la piedra larga, la piedra horadada, la piedra puntiaguda, la piedra cortada...
Se encuentran en gran cantidad en todo el mundo. En Francia abundaron mucho si hemos de juzgar no sólo por las que quedan, sino también por el número de lugares a los que dieron su nombre: Pierrefite, Pierrelate, Pierrefeu, Pérelongue, etc. Hallamos estos mismos nombres en otros idiomas y en el patois: en Provenza, Per; en Italia Pietra; en Inglaterra, Stone; en Alemania, Stein.
El nombre original se ha perdido, si bien parece que se encuentra en ciertos nombres, como Carlux, Carmeaux y Carmel. A menudo, los menhires llevan un nombre personal, que puede proporcionar valiosas indicaciones, como esa «compuerta» normanda a la que volveré a referirme.
Aunque la mayor parte de estas piedras no tuviera ningún carácter sagrado, era inevitable que, en cuanto se olvidara su sentido, se vinculase a ellas cierta superstición, reliquias del pasado, cuyo peso y dimensiones parecían rebasar, a veces, las posibilidades humanas. En los tiempos cristianos fueron atribuidas gustosamente a una intervención diabólica o «gigantesca». Como los menhires tenían a veces el aspecto de esas piedras con las que los guadañeros afilan sus guadañas u hoces, fueron llamadas «afiladores del Diablo», «afiladores de Gargantúa», de la misma forma que ciertas mesas dolménicas se convirtieron en «tejos del Diablo», y «tejos de Gargantúa».
Pero a la vez se mezclaron con ello algunos sobrentendidos escatológicos, que parecían constituir la delicia de los pueblos galos. Y por poco que dichas piedras tuvieran cierta forma redondeada, era inevitable la denominación «cagarrutas del Diablo», «arveja del Diablo», «pedo del Diablo»...
Más interesante es la superstición vinculada a ciertas piedras —aún en nuestros días—, que les atribuye poder de dar fecundidad a las mujeres estériles, las cuales iban a frotarse contra estas piedras las partes supuestamente interesadas. No es extraño, pues, su extraordinario lustre después de siglos de utilización.
Hubo un tiempo —no muy lejano— en que ninguna cualidad parecía ser superior a la de la fecundidad, ya se tratase de campos, animales o personas. Y es un hecho que gran número de «piedras verticales» están relacionadas con la idea de la fecundidad. Y no sólo las que pudieran presentar cierta forma fálica, sino también las que tienen forma redonda.
En todo caso, se ha de descartar la opinión de que tales piedras verticales no servían para nada.
No se transportan ni se ponen verticales —¡y con qué esfuerzo!— piedras que pesan algunas toneladas, cuando no varias decenas, simplemente para adornar un paisaje, de la misma forma que en cierta época se cubrieron de falsas ruinas los jardines llamados «a la inglesa».
Podría pensarse, sin duda, en monumentos funerarios del tipo de los «obeliscos» votivos, y en la historia de las religiones es frecuente admitir la posibilidad de transmisión de las virtudes de un difunto a la piedra que señala su tumba. No podemos descartar a priori esa posibilidad, y pudo hacerse de forma que piedras verticales tuvieran carácter de túmulo, pero no puede tratarse de piedras de fecundidad, a menos que tratase de algún personaje de la categoría del «Bon Fouterre», de Francois Villon, el cual, según se sabe, «A Saint-Satur gist, sous Sancerre».
También es posible que en una época relativamente reciente se pusieran verticales algunas piedras largas como límites entre dos territorios; pero ni leyendas ni supersticiones podrían asociarse a tales límites, y tampoco ninguna idea de fecundidad.
Cabe también que fuesen erigidas, en cierto modo, como testigos de un acontecimiento, o sea, algo parecido a lo que nos cuenta Platón de los reyes atlantes, que erigían una estela e inscribían en ella las resoluciones tomadas en sus asambleas.
Todo ello es plausible y probable que ocurriera. Por eso se excluye admitir una única utilización de las piedras verticales.
No hay ninguna explicación adecuada para todas.
Sin embargo...
En los tiempos en que recorría yo Marruecos en busca de datos para un reportaje sobre la economía marroquí, una tarde, cuando me hallaba entre Xixauen —donde hay tan bonitas alfombras— y Marrakech, trabé conversación con un fellah, el cual arañaba su campo con un arado primitivo tirado por una yunta bastante estrafalaria, compuesta por una vaca algo más escuálida y un camello que no tenía muchas más carnes que su pareja.
Allí se extiende el «Bled sec», aunque no totalmente árido.
En el campo que araba aquel individuo había bloques de piedra bastante gruesos, aunque no lo suficientemente grandes como para no poder ser removidos por la mano del hombre con un poco de esfuerzo.
Estaba yo sentado al borde del camino y contemplaba la extraña yunta, asombrado del trabajo que se estaba tomando aquel hombre para conducir su instrumento por entre los bloques.
Se acercó a mí y nos hicimos los saludos de ritual.
Con la circunspección y gentil cortesía beréber, me preguntó si era yo labes y si todo me iba bien. Yo era labes. A mi vez, le pregunté si también él lo era. En efecto, lo era, y también mi familia y la suya. Acordamos que había que dar gracias a Alá y se las dimos.
Entonces sentóse a mi lado y hablamos de la tierra, de las cosechas y de lo que hablan todos los campesinos del mundo, con los gestos necesarios para llegar a comprenderse. Y recurriendo a la jerga, nos entendimos perfectamente sobre la cuestión de las langostas, del rendimiento de la tierra y del tractor que le habría gustado tener.
Le pregunté por qué no quitaba las piedras del campo. Me miró como si Alá me hubiera negado toda lucidez, y no pude menos de darme cuenta de que así era, en efecto.
¿Es que ignoraba yo que cuando Alá enviaba agua, del cielo o de la luna (el rocío), eran las piedras las que la retenían, y que sin éstas su campo habría sido semejante al camino?
Archivé aquello en mi memoria.
Así que Alá había puesto allí aquellas piedras para que fueran buenas la tierra y las cosechas... Él no era un fqih, un hombre instruido, pero sabía ver la verdad de las cosas. Había piedras que alejaban el mal, y aquéllas tenían tal virtud... Amdulillah!
—Amdulilláh! Pero, siendo así, ¿por qué no poner otras piedras?
Quizá lo sabría un santo, pero él ignoraba qué clase de piedras había que poner ni dónde. Eso era todo. Y me deseó buen viaje. Slamah!
Ahora bien, cuando se trata de la tierra de los campesinos, nunca conviene tomar a la ligera sus palabras. Reconocí que ciertas piedras podrían ser beneficiosas en un campo.
Y luego me acordé de un labriego del Berry que tenía también una piedra en uno de sus prados, piedra que era un soberbio menhir colocado en posición vertical, de casi cuatro metros de altura. Y oí decir a aquel labriego:
—No sé si es por la piedra; sea como fuere, lo cierto es que constituye mi mejor prado, y los que más se benefician de él son los animales. Si yo supiera hacerlo, colocaría también piedras en los demás prados. A despecho de lo que se diga, los que pusieron ahí esa piedra, tuvieron una idea original. Quizás eran más listos de lo que creemos...
Los dos hombres, el beréber y el francés, que sabían de qué hablaban cuando se trataba de su tierra y oficio, estaban de acuerdo acerca de este punto: las piedras de Alá y las de los antiguos eran agronómicamente benéficas.
Y esto da que pensar.
Hace unos cinco o seis mil años, los chinos descubrieron —y quizá no sólo ellos— que el cuerpo humano es la sede de unas corrientes distintas de los influjos nerviosos, cuyos recorridos se hallan fuera de todos los conductos anatómicos conocidos.
En el hombre sano, estas corrientes —que son dos y de naturaleza opuesta— se equilibran; pero si, por una u otra razón, exterior o interior, llegan a desequilibrarse, se instaura la enfermedad y, con ella, uno u otro microbio.
Pero, los médicos chinos de aquel tiempo descubrieron también que era posible actuar sobre dichas corrientes puncionando algunos puntos de sus recorridos por medio de agujas de sílex —actualmente son metálicas—, al objeto de restablecer el equilibrio necesario, o bien crear voluntariamente ciertos trastornos. Es la terapéutica china conocida con el nombre de acupuntura.
Lo mismo que el cuerpo humano o animal, la tierra es recorrida por corrientes distintas de las magnéticas y cuya naturaleza no se conoce muy bien, pero que ejercen su acción sobre las capas geológicas que atraviesan y, por tanto, sobre la vegetación.
Por otra parte, hace algunos lustros, los agrónomos intentaron —al parecer, con cierto éxito— activar los cultivos levantando antenas capaces de recoger la electricidad estática atmosférica, que luego era distribuida por el suelo mediante diversos procedimientos.
No se descarta que el menhir —aunque la piedra no sea buena conductora—, ejerza una acción del mismo orden, especialmente cuando está húmeda, por ejemplo, mediante el «agua de la Luna», o sea, el rocío.
Entonces podríamos pensar que los menhires fueron levantados más o menos altos, según la intensidad de la corriente telúrica, para establecer un equilibrio benéfico.
En este sentido se podrían emprender estudios agronómicos muy interesantes.
Ya hemos dicho que en las civilizaciones pasadas —las lejanas— hubo extraordinarios agrónomos, y forzoso es admitir —no importa lo que pensemos del famoso «progreso continuo»— que aquellas civilizaciones prehistóricas poseyeron una ciencia de la tierra, junto a la cual parece pueril la nuestra.
Y esto explica por qué la ciencia tradicional ha quedado tan «oculta». Es evidente que los individuos capaces de conseguir una «mutación» en la planta o el animal debían tener un «poder» sobre la naturaleza, que no podía ponerse en manos de cualquiera.
Sea lo que fuere, y volviendo a la agricultura, cuando se ha querido obtener un rendimiento aceptable, ha habido que paliar, de un modo u otro, ciertos déficits de la tierra. Sería chocante que gentes capaces de producir cereales, frutos y legumbres, no hubieran tenido conocimientos lo bastante amplios sobre la importancia de las tierras y las formas de remediar sus insuficiencias, como para mejorarlas de forma que permitiera esas «mutaciones».
...Por ejemplo, utilizando las corrientes telúricas, equilibrándolas, en mayor provecho de la vegetación. ¿Y puede ser tan ilógico creer que aquellos hombres hubieran practicado una acupuntura terrestre, cuyas agujas-menhires están aún en su sitio en determinados lugares?
Vayamos más lejos. ¿Sería sorprendente que esa piedra «equilibrante» pudiera prestar el mismo servicio al hombre y a los animales y mitigar ciertas carencias que originan la esterilidad? Sería verdaderamente extraño que, durante milenios, las mujeres se hubieran frotado contra las «piedras de la fecundidad» si no hubiesen conseguido jamás ningún resultado. No cabe duda de que la superstición inclina a hacer muchas cosas; pero imaginar que esto pudiera durar milenios sería la consecuencia de una enorme credulidad.
Si se considera —como yo hago— que algunos menhires son factores de equilibrio análogos, en su esencia, a las agujas de los acupuntores, se puede creer también que su acción puede regularizar y hasta neutralizar corrientes capaces de causar perturbaciones físicas en la textura de las tierras.
De estas corrientes hay dos muy conocidas por la Ciencia moderna, porque se pueden detectar con relativa facilidad: son las originadas por los cursos de aguas subterráneas y las engendradas por las fallas y los corrimientos de tierras.
Con su movimiento, el agua subterránea produce una corriente eléctrica, que se manifiesta por medio de un campo magnético, campo que los individuos sensibilizados perciben muy bien y que permite detectar el agua; es lo que ocurre con los animales y los zahoríes.
En el municipio de Blasimon, en Dordogne —en ese Entre-Deux-Mers del que he hablado—, hay una fuente que presenta el aspecto en forma de hoyo, de un enorme pie humano. Está situada cerca de una capilla en ruinas, hacia la que desfila, desde la antigua abadía de Blasimon, una peregrinación anual. La capilla se llama Notre-Dame-de-Bonne-Nouvelle. Y supongo que el nombre es un arreglo de la «Nouvelle Bonne Dame», la Virgen Cristiana, la que sucedió a la antigua «Belisama».
Ahora bien, entre la capilla —construida junto a una losa megalítica— y la fuente hay una especie de cañada por debajo de la cual discurre el agua que va a parar a la fuente; y esta cañada queda señalada por una alineación de pequeños menhires, instalados sobre la corriente telúrica producida por el agua subterránea y que, sin duda, protegen los cultivos del vallecito contra las perturbaciones que pudiera originar la corriente.
Pese a la molestia que deben de causar, el propietario los ha dejado prudentemente en su sitio.
En realidad es una alineación que se puede llamar de fecundidad y de protección.
Cuando las corrientes telúricas son engendradas por fallas —consecuencias de antiguos corrimientos de tierras—, es posible que el problema se haga más complejo.
Cuando dos terrenos se han deslizado uno sobre el otro, el corrimiento de las capas geológicas pone en contacto tierras de distinta naturaleza, y entonces se produce el fenómeno bien conocido utilizado en el termómetro de aguja. Cuando se ponen en contacto dos materias distintas, toda variación de temperatura origina una corriente eléctrica. Es un fenómeno que puede ser débil o fuerte, según las materias empleadas, pero que es constante.
Así, pues, dondequiera que exista una falla de terreno, todo cambio de temperatura engendra una corriente eléctrica. De ahí que aparezca un campo magnético, el cual puede tener una mayor o menor influencia sobre la fecundidad.
Pero existe una acción más directa sobre los terrenos: la debida a la electrólisis, una electrólisis que a la larga —y quizá más rápidamente de lo que se cree— deteriora las capas en contacto y que, a causa de ello, puede engendrar más amplios corrimientos, capaces de provocar cataclismos, sobre todo a orillas del mar.
En Francia hay dos regiones amenazadas desde siempre por corrimientos de tierras: el Macizo Central, nido de volcanes apagados desde hace relativamente poco, y el Macizo Armori-cano, sometido a las embestidas del mar. Tales macizos están recorridos por fallas.
Ambos se hallan sometidos a diferencias de temperaturas: el Macizo Central, por la proximidad del fuego subterráneo, y el Armoricano, por las alternativas de las mareas.
Y sucede asimismo que estas dos regiones son las más ricas en monumentos megalíticos y, especialmente, en menhires y alineaciones... La coincidencia es, cuando menos, desconcertante.
También son desconcertantes ciertas leyendas.
En las inmediaciones del Mont-Saint-Michel, en las tierras de cultivo, hay menhires que llevan extraños nombres: en Pon-torson, Vieux-Viel, al sur de Pontorson, uno llamado Pierre-Bonde, del que se dice que «obstruye la entrada del Abismo».
Si fuera retirado, las aguas del abismo invadirían las tierras.
Hay otro, llamado La Cié, que, según parece, puede girar sobre sí mismo; pero si se le diera la vuelta, quedaría abierta la puerta de las aguas.
En Saint-Samson, cerca de la Ranee, el menhir de La Thiemblaye es una de las tres compuertas del infierno (se encontraría en ella una de las tres llaves del mar; las otras dos se habrían perdido o habrían ido a parar a manos de una bruja). Si se diera la vuelta a la piedra, se precipitaría por allí el mar y vendría el diluvio.
Hay todavía otra Pierre-Bonde en Corcept, cerca de Paim-boeuf. Allí fue donde Gargantúa la dejó caer, y la piedra interceptó el río y dio origen a la pantanosa llanura llamada de Maraichedeau.
Ahora bien, no se halla tan lejano el tiempo en que el Mont-Saint-Michel, hoy amenazado por el mar, era una colina en las tierras cultivadas. Se conserva incluso el recuerdo del bosque que la rodeaba, y que se extendía muy adentro en lo que hoy es una bahía.
Sabemos que cuando los bretones de Gran Bretaña, expulsados por los sajones, fueron a buscar refugio en el país de Armor —que se convirtió más tarde en Bretaña—, eran ya cristianos, contrariamente a los ismios, vanesos y coriosolitos, que luchaban aún contra la Roma cristiana y contra los francos; y se sabe con seguridad que los enfrentó una especie de guerra religiosa, en la región del Mont-Saint-Michel, con los «paganos» que veneraban aún las piedras verticales.
De estos monumentos megalíticos, llamados por los sacerdotes bretones «piedras del Diablo», destrozaron gran número, entre ellos, el Gran Dolmen que coronaba el Monte y era lugar de peregrinación para la Galia.
Y poco después de aquella invasión bretona, el mar invadió la bahía del Mont-Saint-Michel.
Sin duda, coincidencia...
Y coincidencia también el hecho de que fuese después de la invasión cristiana bretona cuando se produjo el hundimiento del golfo del Morbihan —que no existía aún en época de César—, en tiempo de los vanesos.
Los recién llegados, fervorosos cristianos, al ignorar las tradiciones locales, ¿trajeron mala suerte para alguna «compuerta» o para alguna «llave»? Lo cierto es que las aguas se lanzaron al asalto de las tierras cultivadas, aislando el Mont y Tombelaine y sumergiendo una parte del territorio de los vanesos.
¿Y cómo estar seguro de que la sumersión de Ys, en la bahía de Douarnenez, no fue el resultado de alguna destrucción de ese orden?
Porque la existencia de Ys no parece del todo legendaria. Esta ciudad existió, sin duda, y la prueba nos la da el nombre mismo de los pueblos que ocupaban el Finisterre (departamento): los ismios.
Era una ciudad sagrada, como indica ya su nombre de Ys, y fue especialmente santa, ya que el pueblo lleva el nombre de la ciudad, lo cual permite, por otra parte, suponer que los ismios eran anteriores a los gaélicos y a la invasión céltica del siglo XV antes de Jesucristo.
El nombre de su rey es también revelador. Se llama Grad-lon, lo que parece indicar un «guardián del Graal».
¿Qué es lo que dice la leyenda cristiana? La ciudad de Ys estaba protegida del mar por un dique, y existía una «llave» de este dique. Si se «daba la vuelta» a la llave, se abría la puerta del mar y la ciudad era engullida.
¿No recuerda nada esa llave y esa puerta de las aguas? No es la primera vez que nos encontramos con ellas, puesto que hay también otras en la bahía del Mont y cerca de Paim-boeuf.
¿Y qué era aquel dique que protegía la ciudad contra los embates del mar? Desde luego, no un dique en el sentidoen que lo entendemos hoy, porque para proteger la ciudad, habría hecho falta que estuviese más elevado que el nivel de las aguas más altas, y si la ciudad hubiera podido quedar sumergida, el dique, en cambio, no habría corrido tal suerte.
¿No se trataría de «compuertas del mar», de «llaves» a las que no se había que dar la vuelta, es decir, «invertir»?
Si fue así, ¿no habría sido cristianizada la leyenda, trastocando los papeles?
En la leyenda cristiana se nos presenta al rey Gradlon como justo y bondadoso y, por supuesto, como buen cristiano. Su hija Mahu, pagana, llevaba una vida disoluta y se entregaba a todas las empresas del Diablo. Cierta mañana, tras una noche de orgía, y por consejo del «Maligno», ella sustrajo las llaves de la puerta del dique que contenía las olas del Océano y abrió las puertas del mar. Entonces, éste se precipitó por la puerta abierta e invadió la ciudad con la velocidad de un caballo a galope. Tan aprisa como el rey Gradlon, que huía —evidentemente a caballo— perseguido por el mar y llevando a su hija a la grupa.
Entonces, una voz dijo al rey que abandonara a su hija, causante de todo el mal; y como Gradlon la dejara caer, el mar se la tragó, y entonces se detuvieron las aguas. Pero la ciudad quedó abismada bajo las olas, que habían alcanzado una altura superior a la del campanario más alto, de la torre más elevada.
Las leyendas tienen su propia lógica, que no es forzosamente la de todos los días; pero la que nos ocupa presenta extrañas lagunas. Y a buen seguro que hay inverosimilitudes, puesto que se trata de una leyenda...
¿Y si, no obstante, la historia fuese verdadera, pero a la inversa? ¡Cómo se ordenaría en seguida más lógicamente!
Es evidente que toda la península de Armor está «en el peligro del mar», y sin duda se encontraba especialmente amenazada la punta extrema del Finisterre y la ciudad de Ys, en su extremidad, y podrían producirse corrimientos de tierra.
Sin embargo, en tiempos muy remotos, gentes muy sabias —aunque esto es una leyenda como otra—, por medio de alineaciones de piedras verticales habían logrado estabilizar el suelo y poner un «dique» a la invasión del mar. Un dique semejante al que aún vemos en Carnac, entre cuyas piedras verticales, las había que eran piedras «llaves», que no había que «hacer girar», invertir; y este dique guardaba a la antiquísima ciudad sagrada de Ys, cuyo rey custodiaba la «copa» del saber, razón por la cual se le llamaba Gradlon.
Y puesto que la tradición era ésta, las piedras del dique, y en especial las «llaves», se consideraban como sagradas, y el pueblo las veneraba.
Pero llegó un tiempo en que la Galia fue cristianizada y empezaron a ser perseguidos los druidas, que eran los guardianes del saber y de la tradición. Y ocurrió que un panonio que evangelizaba el país e ignoraba sus tradiciones, interpretó las piedras verticales como ídolos paganos. Quizás estaba animado de la mejor buena fe, pero como desconocía todo lo de allí, y especialmente que los galos no tenían ídolos, inducía a los neófitos a destruir las piedras antiguas, reverenciadas por el pueblo.
Dicho evangelizador fue san Martín, sin duda anterior a Carlomagno, el mayor destructor de megalitos.
Ahora bien, el rey Gradlon, en su ciudad de Ys, tenía una hija llamada Mahu, la cual sería discípula del panonio, pues un día, a ejemplo de su maestro, empezó a derribar las piedras sagradas, «haciendo girar» entre ellas, las «llaves» del dique.
Entonces, bajo las embestidas del mar, los suelos se disgregaron, y la bahía de Douarnenez, con su ciudad de Ys, se sumergió bajo el mar.
Yo diría que la leyenda contada así, suena mucho mejor...
Y es reconfortante pensar que si Gradlon se desembarazó de su ignorante hija, salvó, sin embargo, su yegua.
O ésta lo salvó a él. Como se quiera.
Quedan aún alineaciones en otro lugar de la Bretaña muy amenazado, también porque justamente en aquel paraje existe, según los geólogos, una falla muy importante. Se trata de Carnac. Y quizá porque todas estas alineaciones no fueron respetadas antaño, se hundió una parte del suelo que ahora forma el golfo de Morbihan, sumergido también en la Era cristiana.
Sin duda se han hallado en las alineaciones de Carnac orientaciones que darían motivo a preguntarse si no se trataba allí de una especie de templo solar. Se han encontrado también, en las separaciones entre las piedras, medidas que tendrían algún valor de enseñanza. E, incuestionablemente, existen en tales alineaciones otras muchas cosas relacionadas con la Tierra y el Sistema Solar...
Pero tratar de reducir estos monumentos a un solo dato sería, sin duda, un error. La Tierra es un todo, igual que el mundo solar, que engloba el de la Tierra, y una obra sólo es válida mientras «armoniza» con ese todo terrestre y ese todo solar. De la misma forma que un árbol sólo puede ser un árbol en concordancia con todas las fuerzas cósmicas.
Sea como fuere, desde el siglo VIII, los bretones dejaron de destruir las «piedras del Diablo», y empezaron a «cristianizarlas» por medio de cruces (¿debido a qué experiencia?), y desde entonces no se ha movido el suelo. Pero como es probable que estas piedras lleguen a molestar a algún constructor o arquitecto y sean, por tanto, demolidas, no dejará de ser curioso ver lo que pasará...
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