Los cromlechs son recintos de piedras, por lo común, de pequeño tamaño, dispuestos casi siempre en círculo, aunque los hay también rectangulares, y no es seguro que su destino primitivo haya sido el mismo.
Hasta ahora no ha dado nadie una explicación válida de estos recintos. Sin embargo, una cosa es cierta: que cercan un lugar. Por tanto, podemos suponer que estos lugares son lo más importante, la base misma de los monumentos.
Los cromlechs debieron de ser muy numerosos, pero han desaparecido muchos. Como la mayoría de entre ellos no ofrecían interés monumental y como además las piedras que los delimitaban eran pequeñas y fácilmente transportables, su desaparición es bastante normal, ya porque en su lugar se levantaron construcciones, ya, simplemente, porque sus piedras fueran utilizadas para otros fines. Así, existía uno en Nanterre cuya mitad era aún visible en el siglo XVIII, en que desapareció.
Había en todos los lugares en que se han encontrado monumentos megalíticos, lo cual podría sugerir la pregunta de si son de la misma época y si desempeñaban algún papel en la actividad de las poblaciones megalíticas.
Tengo la impresión —y ya diré por qué— de que si los «megalíticos», u otro pueblo anterior a ellos, fueron sus iniciadores, la costumbre persistió durante varios siglos, hasta los tiempos modernos, aunque el lugar no estuviera señalado con piedras ni exactamente cercado. Y relaciono esta costumbre con el sabbat, o aquelarre.
Nadie ha dado una explicación satisfactoria de los crom-lechs, sin duda porque la noción de corriente telúrica ha sido ajena a la Ciencia moderna durante largo tiempo. Los sabios del mundo de hoy son librescos, y su género de vida atenúa necesariamente su sensibilidad física. Los libros no les enseñan que hay corrientes telúricas, y su sensibilidad tampoco se las revela.
Por consiguiente, no existen.
Por lo menos no existían, aunque instrumentos muy sensibles empiezan a detectarlas. Durante largo tiempo se consideró la geomancia como una farsa y superstición, aunque Europa esté cubierta de pozos excavados gracias a las indicaciones de «zahoríes» que sabían conocer el agua.
Para gentes que siguen teniendo una sensibilidad no embotada, señalar un lugar significa que éste tiene un valor o importancia.
Se ha admitido que entre estos recintos y la religión había algún nexo, pero la soberbia contemporánea no podía por menos de ver en ese nexo alguna superstición surgida no sabemos, a punto fijo, de qué «miedo prehistórico» o de qué «magia» originada por ese miedo.
En realidad, creo que se trata de religión, pero en el sentido más amplio del término, y, lo que es más, de religión activa.
No se ha reparado lo suficiente en que la mayor parte de los cromlechs que quedan son llamados a menudo «salas de danza». Danza de los korrigans, danza de las hadas o, como en Stonehenge —que en gaélico se denomina Cathoir Ghall— danza de los gigantes.
A veces falta el recinto de piedras, que es remplazado por un talud o una zanja, llamado todavía círculo de las hadas.
De aquí que considere los cromlechs originalmente como «pistas» de danza, cuyo lugar se había escogido cuidadosamente a causa de las corrientes telúricas que en él se manifestaban.
Con los menhires y las alineaciones se trataba de una acción «mágica» sobre las tierras; con los cromlechs se tratará de una acción mágica sobre los hombres.
La forma circular, regularmente empleada, ha hecho pensar en que su erección guardaba alguna correspondencia con el movimiento del Sol y de la bóveda celeste en general. Es bastante probable, y no quiere decir gran cosa. Toda danza sagrada se asemeja siempre, mimética o analógicamente, a la «danza» universal. Y la diferencia entre lo profano y lo sagrado es algo muy reciente, que señala una retirada del hombre fuera de la naturaleza.
Es evidente que los antiguos no establecían esa distinción entre profano y sagrado; todo cuanto estaba dotado de vida, incluida la piedra, revestía su aspecto sagrado como portador de ese principio de actividad, con lo cual se mostraban —filosóficamente hablando— más avanzados que nosotros, que nos ocupamos más bien de una tarea de desacralización. El falo —objeto de uso común— tenía para ellos su aspecto divino de símbolo, lo cual no tiene nada que ver con el erotismo pornográfico de algunos enfermos de nuestro tiempo.
La danza era, entre todos, un ejercicio sagrado, ya que constituía el medio de participar en el movimiento universal, cuyos signos son incontestables en el cielo y en la tierra.
Ciertamente no habría que tomar la palabra danza en el sentido que le damos hoy de «placer gratuito», por más que el placer no puede nunca estar ausente de este ejercicio rítmico.
Me siento algo coartado al tener que desgranar las trivialidades que se relacionan con el vocablo ritmo; pero, ¿no será éste el único medio de recordar que todo en el Universo es sólo ritmo? Cuando hablamos de las leyes que rigen los astros o los planetas, nos limitamos a poner en términos modernos los ritmos solares, lunares, planetarios y galácticos. Año, mes, estación y día son ritmos que manifiestan para nosotros la vida de la Tierra, del cielo y del Universo.
Desde el mineral al hombre, estamos incluidos en tales ritmos. Tenemos nuestro ritmo de primavera, de verano, de otoño y de invierno. Vivimos dentro de estos ritmos. El celo animal no escapa a esta ley estacional y, como tal, el erotismo tiene su aspecto sagrado.
Por otra parte, cada ser tiene sus ritmos personales, cardíacos, respiratorios, etc., y todos ellos se hallan en estrecha dependencia entre sí.
Vivir en otro planeta exigiría una adaptación de los ritmos personales a los de este otro astro. Y lo mismo ocurre de un lugar a otro. El equilibrio perfecto del ser requiere precisamente la adaptación de su ritmo propio a todos los que rigen el lugar.
Desde este punto de vista, danzar se convierte en un ejercicio de incorporación a los ritmos del lugar, a unos ritmos más generales que los que son peculiares del individuo.
Esto ocurre también, incorporando el ser físico a un ritmo determinado, al adiestrar en él no sólo lo mental y cerebral, sino, además, la parte espiritual del hombre, que encuentra la ocasión, voluntaria o no, de desenvolverse y hasta de ponerse a «funcionar».
En esto, la danza constituye un medio religioso por la relación que establece entre el hombre y la vida de todo el Universo. Bien dirigida es un yoga; y así es como la considera la secta súfica llamada de los «derviches», que hace de la danza un medio de llegar al éxtasis, un medio de superar la naturaleza humana, de ir más allá de la animalidad, empleando justamente esa parte animal que es el cuerpo.
Todas las religiones se han servido de este medio, que es, sin duda, el más eficaz de todos. Se bailaba en los Misterios de Eleusis; se bailaba en las bacanales, en que el vino se empleaba como coadyuvante para poner en «estado secundario»; David bailaba, y sin duda no sólo él; las druidesas de la isla de Sein bailaban antes de alcanzar la condición de sibilas. Hasta la oleada que barrió todo el ritual cristiano en el siglo XIV, se bailaba en las iglesias, ya en danzas en corro, como en Chartres, en que el obispo las dirigía, ya procesionalmente; el aquelarre de los brujos era, ante todo, una reunión coreográfica en un lugar elegido.
Durante la danza en grupo, y aun en el ejercicio de nuestros actuales bailes «mundanos», se producía un fenómeno completamente normal, que es, por la unanimidad del ritmo, la creación de una unanimidad de los danzantes. En una palabra, hay creación de un «egregore».
Incluso los bailes mundanos, prefabricados y sin relación, en general, con los grandes ritmos naturales, dan el resultado antedicho y, con mayor razón, los bailes «calcados» de tales ritmos. El cine nos ha familiarizado lo bastante con las danzas rituales y tribales del África negra como para que cada uno haya podido experimentar la creación del «egregore» de que hablaba, ya se trate de danzas de fecundidad —evidentemente eróticas—, ya de danzas guerreras, capaces de transformar en «ejército» a algunos portadores de azagaya.
Pero si, además, la danza es ejecutada en un lugar en que las corrientes telúricas proporcionan una «ayuda» gracias a la energía que desarrollan, podemos estar seguros de que los resultados serán decuplicados. Aparte el ritmo, y junto con él, el «pisoteo» constituye, en cierto sentido, una «extracción» de las propiedades de aquel suelo, que ha podido ser elegido tanto para las danzas de fecundidad como para las guerreras, o bien para las sagradas.
Por las razones expuestas, creo que los cromlechs fueron ante todo, y especialmente por lo que concierne a los cromlechs circulares, «salas de danza» y creo también que éste es el motivo por el que la mayor parte de cromlechs no pueden fecharse, ya que esta práctica de iniciación ha persistido hasta nuestros días.
En el aquelarre.
Conviene decir algo sobre el aquelarre, en el que veo —y no creo equivocarme— la persistencia desviada y supersticiosa de las reuniones de danzas de iniciación de los tiempos prehistóricos.
El aquelarre está reservado para los «brujos» y «brujas», es decir, para aquellos que, atávicamente o de otro modo, tienen aún cierto conocimiento de las fuerzas naturales, que fue privativo de los «magos» y druidas.
Puesto que la religión secular cristiana persiguió a estos últimos sostenedores de una ciencia antigua, era forzoso celebrar aquellas reuniones clandestinas y, por contraste, se hizo «regidor del juego» al Diablo en persona, con atributos animales, como la cabeza de macho cabrío y la cola.
Pero a propósito de la cola, sabemos que podría tratarse aquí de un símbolo de sensibilidad a las fuerzas de detección. Para ciertos animales, entre ellos los cánidos, la cola es un órgano de detección, que parece actuar a modo de una antena, como se puede comprobar observando un perro que rastree la caza desde los amplios movimientos del apéndice caudal que «barre» un espacio en busca de ondas detectables, hasta el estremecimiento, que es una adaptación a la onda recibida de la pieza oculta.
En cuanto a la cabeza de macho cabrío, a la que se atribuye una idea simbólica más o menos pornográfica, es olvidar que no hace tanto tiempo los rebaños de corderos eran conducidos generalmente por machos cabríos, que, sin duda, barruntan mejor que los demás los parajes «benéficos» de los campos. Es algo muy extraño haber querido hacer «conductor» del rebaño a un diablo cualquiera.
Aquellos aquelarres no tenían lugar en cualquier parte, y se sabe de algunos que se celebran aún a veces —aunque, por desgracia, ya son muy raros— en lugares en que hay cromlechs, antiguos cromlechs o círculos de hadas...
Conozco aún, en el bajo Berry, dos lugares de aquelarre de gatos que fueron, sin duda, aquelarres de jars. Se dice que los gatos bailan allí por Navidad.
Por lo que respecta a los «conocimientos» o a los «poderes» que brujos y brujas sacan de esas reuniones rituales, acompañadas de danzas —incluso eróticas—, erraría uno si lo tomara a la ligera.
Los cromlechs rectangulares parecen tener otra significación y destino. En efecto, el de Crucuno, en el Morbihan, que forma un cuadrilátero muy regular, se halla orientado, en su gran eje, en dirección Oeste-Este, y sus diagonales están situadas de forma que señalan los ortos ilíacos en los solsticios de invierno y verano. Además, sus proporciones, 34,25 m X 25,70 m, son las del triángulo de Pitágoras (3 X 4 X 5).
Se trata aquí, sin duda, de recintos rituales, pero que ponen de manifiesto cierta ciencia, tanto geométrica como celeste.
Y esta ciencia ha sido demostrada en estos últimos años a propósito de Stonehenge.
Stonehenge no es ya un verdadero cromlech desde que en el recinto primitivo muy antiguo se construyó lo que Diodoro llama el «Templo circular de Apolo». Estaba allí —explica— en un bosque maravilloso, donde los hiperbóreos cantaban, acompañándose de la cítara, alabanzas al dios Sol.
He aquí cómo describe el templo propiamente dicho Iñigo Jones, enviado por el rey Jacobo I de Inglaterra para explorarlo. Un círculo exterior, compuesto de enormes piedras verticales de 4 metros, 4,50 m y aún más, separadas por espacios de 90 a 120 cm y rematadas por una corona de grandes losas formando dinteles.
El ábside central consta de una losa, colocada horizontalmente; una herradura de 12 monolitos o más se levantaba a 2,50 m, dominada por 5 trilitos, situados directamente tras de ella, 5 pares de piedras verticales, cada uno de ellos con su dintel. El par central tiene una altura de 6,60 m, y su dintel, una longitud de 4,50 m y un espesor de 1,50 m.
Una avenida jalonada por dos taludes parte en sentido Noreste.
A menos de cien metros de la avenida se alza un monolito, no tallado, que se llama desde antiguo Heelstone (la piedra del talón). La línea trazada desde esta piedra al altar representa el eje del conjunto, y desde el centro de aquél al comienzo del solsticio de verano, el Sol se levanta por encima de la Heelstone.
A causa de la constante variación de la oblicuidad de la eclíptica, en 1901, Sir Norman Lockyer, astrónomo real, midiendo el desplazamiento angular pudo calcular la fecha de erección del monumento central hacia el 1850 a. de J. C, cálculos que fueron corroborados por el fechado, mediante el carbono 14, de un fragmento de carbón de leña encontrado en 1950 en uno de los agujeros abiertos en el momento de la erección de las piedras.
Nótese que se trata de un monumento bastante reciente, aunque date de antes de la invasión celta. Y cuando Diodoro hablaba del templo de Apolo, pensaba, sin duda, en Apolo-Beleño.
En 1953, utilizando una técnica fotográfica adecuada de iluminación lateral, pudieron obtenerse algunos grabados del gran monolito, unos signos regulares semejantes a los conseguidos en los megalitos de Irlanda, Bretaña, Noruega y Suecia, así como un hacha y un puñal labrados.
El puñal es del tipo corriente en la Grecia micénica, y data del 1500 a. de J.C. En fin, se descubrió que el procedimiento de talla de las piedras era el mismo que el de los egipcios.
Se comprende que no emitiera yo la opinión de que había existido una corriente constante de cambios entre «hombres de oficio» de Oriente y Occidente sin hallarme en posesión de algunas pruebas de ello.
Todos estos misterios de Stonehenge incomodaban mucho a los especialistas en Prehistoria, los cuales mantienen obstinadamente a su homínido occidental en un estado de atraso hasta que Roma le hubo revelado los esplendores de la civilización cesariana. Se obtuvieron, pues, todos los datos «numéricos» que pudieron hallarse en el paraje de Stonehenge, y se sometieron al calculador electrónico de la Universidad de Harvard. Y éste respondió que las alineaciones y disposiciones de las piedras de Stonehenge constituían un calculador que permitía computar las posiciones lunares y solares.
«Sin tener que calcularlas», precisaron incluso dos sabios australianos: los profesores R. C. Colton y R. L. Martin.
Todavía no se han aplicado los cálculos más que a la parte astronómica.
En cuanto a los constructores, he aquí que aparece de nuevo el «caballo». Mrs. Janette Jackson, que estudia actualmente las rutas —en efecto, las rutas— de la antigua civilización de Stonehenge, centradas en Avesbury, a algunos kilómetros, me llamó la atención sobre este caballo labrado en la toba de forma que quedaba al descubierto la creta subyacente del país, debajo de la meseta de Uffington-Castle.
«Nadie sabe —me escribe Mrs. Jackson— por qué, ni cuándo, ni por quién fue trazado en la pendiente de la colina este antiquísimo caballo blanco... Sigue siendo un misterio saber si pertenece a la Edad de Piedra, a los celtas, a los sajones o a los daneses...»
Pero poco importa su edad. Es evidente que el caballo no pertenece ni a una edad ni a una raza, sino a una tradición y, más especialmente, a una tradición de constructores, y que ésta —y aquí tenemos lo verdaderamente extraordinario— no ha desaparecido, puesto que los Compañeros de Trabajos de hoy llevan aún su «caballo».
Como es natural, no voy a iniciar aquí el estudio de todos los monumentos transmisores de esta tradición; no obstante, conviene decir algo sobre Glastonbury, donde se ve dibujado en el suelo, por las piedras, por aldeas y caminos, un zodíaco completo de dieciséis millas de diámetro y cuyo origen y edad son completamente desconocidos. Se ha hablado de 2700 antes de Jesucristo; pero tal vez se trate de 2.000 años antes, lo cual sería anterior a los astrónomos caldeos...
Además, cerca de Glastonbury se encuentra el pozo céltico conocido con el nombre de Chalice Wells, «Pozo del Graal».
Es un pozo rectangular, como el de la catedral de Chartres, pero cuya talla de las piedras y ensamblaje revelan una técnica egipcia.
Glastonbury y Chalice Wells se hallan situados en la colina de Avalon, que fue antaño una isla, aunque ahora esté en las tierras a consecuencia de los aluviones.
Aval o Abel —en inglés, Aple— es la manzana y, en la mitología celta, Avalon era la isla afortunada a la que iban las almas de los héroes...
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