martes, 9 de diciembre de 2014

La doctrina de los DRUIDAS :

Druidas, sacerdotes Celtas

De los Druidas y su doctrina

En primer lugar 
¿de dónde provienen los druidas? Discípulos de los magos 
¿venían de Persia? Algunos lo han pretendido. Iniciados a sus misterios por la vieja Isis ¿llegaron de Egipto? Otros lo han afirmado. Por fin ¿no fueron arrastrados hacia nuevas regiones por una oleada humana proveniente de la India, como consecuencia de unas fuertes tensiones internas? Esta es la opinión de la mayoría.
Ante la perplejidad de tener que elegir una de estas tres hipótesis ¿por qué no Intentar compaginar las tres? La ruta de la India a Germania y a Galia es larga: aunque debemos admitir que hubieron etapas entre el lugar de salida y el de llegada, entre el embarcadero y el desembarcadero, corno diríamos hoy en día.
Los druidas, así como los celtas, se fueron de la India por un trayecto indirecto y finalmente abordaron Europa tras diversas estancias y transbordos en Egipto o en Persia.
Admitido el hecho, reconozcámoslo en voz alta, los primeros llegados celtas sólo llevaron consigo, desde los bordes del Indo o del Ganges, unos sueños de naturalismo peligrosos, propagados fuera del templo por una cantidad de falsos doctores: en cambio, en ese templo mismo, o sea en las confidencias supremas de la iniciación, donde los druidas conocieron la verdad, la verdad verdadera respecto a la divinidad.
Su doctrina se apoyaba en esta triple base: un Dios único, la Inmortalidad del alma: la recompensa o el castigo en la otra vida.
Estas creencias saludables, tan antiguas como el mundo, fundamentos de la moral humana, fueron adoptadas por los sabios de todos los tiempos.
Más tarde, los griegos, por orgullosos que estuviesen de su filosofía platónica, no dudaron en declarar que sus fuentes eran las de los pueblos bárbaros, los celtas, los gálatas, o sea los druidas. Un padre de la Iglesia, Clemente de Alejandría, reconoce públicamente que estos mismos celtas seguían la línea recta de la religión, al menos respecto a los dogmas.
¿Qué nombre daban los druidas al Ser supremo? Pues lo nombraban Esus, o sea el Señor o le designaban por el simple apelativo de Teut (Dios). Fue por Teut que los pueblos germánicos llegaron a ser Teutones, los hijos, los adeptos de Teut: hoy en día, en la lengua alemana se les da el nombre de Teutsch o Teutschen.
Tres únicas máximas de gran laconismo componían la catequesis de los druidas: Sirve a Dios, Absténte del mal, Sé valiente.
A la vez guerreros y pontífices los druidas, en el ejercido de su sacerdocio militar, desplegaban toda la fuerza, todo el rigor y toda la autoridad que implica este acoplamiento de palabras.
Con todos los poderes en mano, hablaban en nombre de Dios: gobernadores de los ejércitos, guardianes del tesoro público, y ejerciendo las funciones de jueces incluso las de médicos, castigaban tanto la herejía como la insubordinación y ponían fin a los pleitos así como a las enfermedades, aunque era más a menudo por la muerte del enfermo que por la del acusado.
Según su legislación, liberal y filantrópica, a pesar de su rigor aparente, un tribunal compuesto de notables reconocía los crímenes graves: la Idea de un tribunal compuesto de notables hace suponer fácilmente la aceptación de unas circunstancias atenuantes por lo tanto, el culpable no tenía más remedio que pagar una multa fuerte si era rico o ser condenado al destierro, si era pobre.
Sin embargo, pese a todos los esfuerzos de los druidas, el antiguo culto a los árboles no pudo ser aniquilado por completo y tuvieron que tomar la decisión de adoptar uno excluyendo a todos los demás, que congregase en torno suyo los homenajes dispersos de las poblaciones. Este árbol oficial, especie de altar verde donde venía Dios para manifestarse a sus sacerdotes era un roble, un roble robusto y vigoroso, el rey de los bosques.
Hoy en día se reconoce y se honra al roble sagrado, es hacia él que los devotos van en procesión de noche con sus antorchas para depositar sus ofrendas.
Poco tiempo después esta costumbre iba a invadir toda la Céltica.
En torno a este roble los druidas establecieron unos recintos sagrados donde sus familias se asentaron pues estaban casados; pero sólo podían tener una mujer, a diferencia de los demás jefes, que solían practicar la poligamia.
Aun cuando se prefiriera al roble entre los demás árboles, este no fue adoptado de modo exclusivo en todas partes.
Sea por antagonismo religioso, sea simplemente por una cuestión de suelo, algunas provincias de Galia o de Italia preferían el haya o el olmo. Sobre todo en Galia se prefería el olmo, Incluso en la Francia cristiana se siguió plantando un olmo delante de cada nueva Iglesia que se edificaba para asegurarse la presencia de Dios; y hasta el final de la Edad Media, era debajo de un olmo que se rendía justicia. De ahí nuestro viejo proverbio, que no tenía entonces el sentido irónico que se le da ahora: Esperadme bajo el olmo", pues era así como se citaba a la gente a comparecer ante el juez.
El fresno tuvo también sus seguidores entre las poblaciones del extremo norte y fue en las ramas más altas de un fresno que vino a romperse aquella nube oscura que contenía al terrible Odín y su cortejo de dioses.
He aquí donde vuelve el culto a los árboles. Es un culto que persistió siempre en Alemania. Todavía existe, pero no es el roble, el olmo, el haya, ni el fresno que reciben los homenajes, sino el tilo.
El roble de los druidas, acabó por generar sentimientos casi fanáticos. Las procesiones y las ofrendas se multiplicaban en torno suyo; las muchachas lo adornaban con guirnaldas de flores entremezcladas de pulseras y collares: los guerreros colgaban en sus ramas los más preciados despojos conquistados en sus combates. Gracias a la ayuda de un viento tempestuoso, los demás árboles de los recintos parecían inclinarse humildemente ante él. No obstante tenía un enemigo, un enemigo personal, encarnizado. Implantándose sin pedir permiso sobre sus ramas sagradas, hasta su augusto tallo una pequeña planta abyecta, oscura, miserable, vivía a sus expensas, se alimentaba de su savia, absorbía su sustancia hasta el punto de amenazar su libre crecimiento con tanta insolencia que ocultaba bajo sus hojas opacas y turbias el brillante follaje del árbol fetiche.
Esta planta hostil e impía era el muérdago, el muérdago del roble (Guythil).
Para librarse de este huésped incómodo y nocivo, alguna gente menos hábil, menos precavida que los druidas se hubiera conformado simplemente con trepar hasta la copa del árbol y de un golpe de hoz le hubiera sacado su parásito. Pero esto hubiera sido una maniobra tan irrespetuosa como torpe. ¿Qué hubiera pensado el pueblo? Pues el pueblo hubiera dicho que el árbol divino, vuelto impotente no tenía suficiente fuerza para librarse de su parásito por sí solo.
Los druidas se mostraron más listos, Declarado planta oficial y sagrada, el muérdago quedó, de un modo muy especial, vinculado al culto.
Esto no se llevó a cabo de una forma solapada ni con una miserable hoz
de hierro, sino que se quitó del árbol a la vista de todo el mundo, en medio del regocijo general y de los cánticos, con una hoz de oro, y el Guythil cortado en su base fue recogido con sumo cuidado en unos velos de lino. Estos velos, santificados por el muérdago ya no podían tener un uso profano.
Los teutones del Rin sacaban de la planta una especie de sustancia viscosa que se consideraba un contraveneno infalible para combatir la esterilidad de las mujeres, infalible para combatir las enfermedades y conjurar los maleficios y también para coger a los pajaritos.
En Galia, se solía pulverizar y después de su disecación se llenaban con ello unas bolsitas muy monas que la gente se regalaba el día de año nuevo. De ahi la palabra aguinaldo y ese grito que siguió siendo tan popular durante mucho tiempo en nuestras provincias: "Muérdago para el año nuevo! (Aguilanneuf).
La ciencia moderna sólo pudo descubrir en el muérdago una sustancia purgante, así que era un purgante, y un purgante violento, lo que nuestros antepasados se intercambiaban en lugar de bombones, el día de año nuevo.
La entronización de esta planta parásita en el santuario no dejó de ser un beneficio para todos. El muérdago del roble sagrado llegó a tener un valor comercial, y los falsificadores (también los había en la época de los druidas) se cuidaron de recogerlos en otros robles. incluso los otros árboles en que se producían, como los manzanos, los perales, los olmos, los nogales los fresnos y los tilos o alerces. Pronto, tanto en las huertas como en los bosques, podíamos presumir de la superchería, sobre la cual los druidas cerraban los ojos. Pero aprendieron la lección.
Infinidad de reptiles peligrosos se habían multiplicado en los cantones del Rin y, sin duda, eran la causa de continuos accidentes para el que vivía al aire libre, y casi todo el mundo dormía el raso. En su época de letargo, estos reptiles se entrelazaban. quedando pegados entre si por una supuración viscosa y formaban una especie de pelota llamada huevos o más bien anillos de serpientes por los Celtas, y anguinum por los Romanos.
Como el muérdago, el anguinum entró en la farmacopea de los druidas: así mismo figuró en sus ceremonias religiosas y pronto fue tan escaso que se convirtió en un objeto de valor que sólo conseguían los ricos a precio de oro. Si al principio se dejaron arrastrar a estas prácticas supersticiosas, condenadas por su conciencia, luego los druidas supieron sacarles partido para el bienestar de todos.
Por desgracia, a la larga, los anillos de serpiente, el roble y su parásito ya no resultaron suficientes para los que querían innovaciones.
La vía de las concesiones, por más estrecha que sea la entrada, ha de ir siempre alargándose y ensanchándose.
El antiguo partido del culto a los árboles (aún era numeroso y sobre todo activo, como todos los antiguos partidos) se quejó de que se hubiesen suprimido los compañeros, los oráculos de la familia, a favor de un roble aun cuando ese roble privilegiado no gozaba tan sólo de la facultad de ponerles en comunicación con Esus, el Dios del cielo.
Estas exigencias no estaban desprovistas de lógica: y fue preciso satisfacerlas.
Los druidas se dividen en tres clases: los DRUIDAS propiamente dichos (Eubages, en Galia), filósofos y sabios, Incluso magos si era necesario (porque entonces la magia no era más que la forma más superficial de la ciencia), quienes estaban encargados de mantener los principios de la moral y de estudiar los secretos de la naturaleza: los ADIVINOS que al menor soplo de viento sabían interpretar el lenguaje del roble sagrado por el murmullo de las hojas, el susurro de las ramas, un crujido en el árbol, el retraso o la precocidad de su vegetación. Por fin, LOS BARDOS que eran los poetas dedicados al altar.
Mientras que los bardos cantaban alrededor del roble, los adivinos le hacían rendir oráculos. Estos oráculos se multiplicaron no sólo en Europa sino también en Asia menor donde una colonia celta, según Herodoto instituyó el oráculo de Dodona por derecho de conquista; la Grecia naciente veneraba así a un roble, aunque Estrabón asegura que era un haya; ni los árboles ni los colores pueden discutirse: pero Homero lo declaró roble, y para nosotros seguirá siendo un roble.
Este nuevo movimiento, inscrito al culto puritano de los druidas, no iba a acabar ahí.
Una vez acostumbrados a comunicarse con Teut mediante un árbol, los celtas se sorprendieron, al ver que pudiendo hablar los árboles, los seres vivos, en cambio, se quedaban mudos y desprovistos del don de la profecía. A algunos jefes, poniéndose en campaña, y terriblemente afectados en su devoción por no poder llevar el roble sagrado consigo, se les ocurrió consultar a los súbitos estremecimientos de un caballo, a sus relinchos en un momento de sorpresa o de terror, pues para que fuese un augurio, el movimiento del animal tenía que ser involuntario y espontáneo. Esta creencia iba estableciéndose de tal modo que cualquier hombre que se disponía a viajar o a guerrear, montaba su caballo con la convicción de que, en caso de necesidad, podía utilizarlo a lo largo del camino, sometiendo, por supuesto, los pronósticos a las sabias Interpretaciones del adivino.
El colegio de los druidas no tardó en alarmarse de aquellos oráculos viajeros que iban necesariamente a contradecirse entre si.
De la misma manera que había antes instituido un solo árbol oficial, ahora afirmó que únicamente los caballos criados bajo su vigilancia, en los recintos sagrados, tenían el don especial de la verdadera profecía.
Estos caballos de pelaje blanco e Inmaculado, alimentados a expensas del tesoro público, no tenían que trabajar ni ser sometidos a ninguna de las trabas de la montura o de la rienda. Fieros e indomables, las crines al viento, vagaban en libertad por las arboledas. Gracias a sus movimientos más libres y, por consiguiente, más seguros desde el punto de vista de la pronosticación, esos caballos profetas, que casi formaban parte del clero druídico, gozaron durante mucho tiempo en todos los países celtas de una autoridad incontestable, la cual, sin embargo, se encontró un buen día contestada.
Otros seres animados les hicieron la competencia, y estos adversarios de los caballos ¿lo diré? fueron las mujeres. De repente las mujeres se encontraron dotadas en sumo grado del don de la segunda vista, de la inspiración, de la Intuición, de la divinidad.
Viéndose forzados por el público a pronunciarse, los druidas admiran en ellas (es Tácito quien nos lo dice) algo más instintivo, más divino que los hombres e Incluso que los caballos. Su organización, fácilmente impresionable, las predisponía al don de la profecía: "Es que, en efecto, las mujeres actúan más fácilmente por Instinto natural e irreflexivo que por prudencia y lógica."
Esta última e Incorrecta explicación no es de Tácito, ni mía, ¡Bien sabe Dios! que pertenece a Simón Pelletler, ya nombrada. Que cada uno responda de sus obras.
Los druidas hicieron para las mujeres lo que habían hecho para el muérdago y para los árboles. Sólo reconocieron como verdaderas profetizas a las que sentían, lo más cercana posible a ellos, la Influencia del roble sagrado, o sea sus esposas y sus hijas.
El sistema de la centralización de los poderes no es ninguna novedad.
Hubieron entonces druidesas, así como druidas. Los druidas tenían una escuela para jóvenes y el maestro enseñaba a sus discípulos el movimiento de los astros, la forma y la extensión de la tierra, los diversos productos de la naturaleza, la historia de los antepasados reproducida de modo poético por los bardos; les enseñaban de todo menos a leer ya escribir. La memoria bastaba. Por su lado, las druidesas abrieron unas escuelas para las chicas; les enseñaban canto, costura, prácticas del culto, conocimiento de las plantas medicinales, e incluso poesía, y les hacían aprender de memoria unos versos especialmente compuestos para ellas. Estos versos que nos imaginarnos de un lirismo dudoso las iniciaban en el arte de hacer el pan, de preparar la cerveza y otras menudencias de la cocina y del hogar.
Asimismo las druidesas ejercían la medicina. Esta triple prerrogativa de mujeres-doctoras-institutrices y profetizas acabó por realzarlas en el espíritu de la nación hasta el punto que los sacerdotes de Teut, obligados a abandonar sus santuarios, no temían confiarles su custodia. Ellas presidían incluso ciertas ceremonias por derecho propio.
Si una de ellas se destacaba por la frecuencia, la lucidez, la seguridad de sus inspiraciones, así como en su tiempo las célebres Aurinia, Velleda o Ganna que los emperadores romanos consultaban con plena confianza mediante sus embajadores, entonces el orgulloso colego de los druidas se inclinaba y se sometía a su autoridad. Durante esta dictadura femenina, árbitro de los destinos de la nación, ella decidía si habría paz o guerra y aceleraba o frenaba el movimiento de los ejércitos.
César explica que, habiendo preguntado a unos prisioneros germanos la razón por la cual Ariovisto, su jefe, no se había atrevido aún a presentar la batalla, éstos le respondieron que las druidesas, tras examinar los remolinos y los torbellinos del Rin, habían declarado que no se tema que iniciar el combate antes de la luna nueva.
Como se lo puede imaginar, el interrogador sacó provecho de la respuesta, y cuando salió la luna nueva, fue para ver a los germanos en absoluta derrota.
Pero el Rin a rendido todavía oráculos y no ha llegado el día en que Ganna, Velleda o Aurinia se dignaran acordar una audiencia a los embajadores de Roma.
Sólo quisimos trazar unas líneas para esbozar el desarrollo de esta nueva institución de las druidesas, de las que ya no se hablará mucho más hasta su declive.
No obstante, su naciente poder y crédito crecían día tras día. ¿Por fin estaban los teutones satisfechos?.., no. A pesar de la habilidad de sus adivinos y de sus druidesas encontraron que el roble sagrado, mediante los estremecimientos de sus hojas, o los caballos, por sus temblores y sus brincos desordenados, sus relinchos más o menos prolongados y estridentes no ofrecían signos reveladores bastante convincentes ni un espectáculo bastante conmovedor. Les pareció convenientes consultar a los animales, ya no en sus manifestaciones externas, sino en sus entrañas palpitantes, lo cual no dejaba de dar a las ceremonias religiosas un aspecto más serio, un cierto sabor a crimen, capaz, al menos de despenar el interés de un pueblo guerrero.
De nuevo los druidas cedieron, pero un poco desanimados. ¿Qué había sido de aquella gran religión filosófica para la cual bastaba la plegarla y la meditación y que habla creído, un poco a la ligera, es verdad, poder aclimatarse el medio ambiente de esos bárbaros?
Al pie del roble, hasta entonces de pura sangre, consintieron en sacrificar los animales perjudiciales, primero los lobos, los linces y los osos, luego vinieron los animales útiles que alimentan al hombre, las ovejas, las vacas, y luego, por fin, hasta su compañero de guerra, el caballo.
Los caballos inmaculados rodeados hasta entonces de una consideración supersticiosa, no se salvaron.
Y a cada uno de los grados de esta escala sangrienta, siempre resistiendo y siempre desbordados, los druidas dejaban escapar una última concesión, con la esperanza de retener así por algún tiempo un poder que sentían a punto de escapárseles de las manos.
Exaltados por el éxito, los progresistas llegaron a preguntarse por qué la ofrenda más digna de hacer a Dios no sería la sangre de un hombre. ¿No era el hombre el más noble y el más perfecto de los seres creados? Quizá llevando aún más lejos el argumento, esperaban probar que entre los hombres, los más agradables a Dios, los más dignos de ser elegidos eran los propios druidas. Pero no se puede exigir demasiado al mismo tiempo. Esta suprema consecuencia de un mismo principio quedaba en paréntesis, por el momento, sólo exigían una víctima vulgar, la que llegase primero, con tal de que fuese un hombre.
No cabe duda que, ante esta abominable petición, ante este asesinato propuesto en nombre del cielo, los herederos, los descendientes de estos sabios pontífices que habían hecho tabla rasa de las primeras e inofensivas supersticiones de los antiguos celtas, escondiéndose, retrocediendo horrorizados, recobrando su antigua energía, iban a invocar a la vez el cielo y los infiernos, el roble sagrado, los adivinos, las druidesas, los caballos inmaculados, llamar a la nación entera y lanzar el anatema sobre las cabezas de los infames solicitantes: pero no sucedió así. Al contrario, se apresuraron a legitimar con su sagrado consentimiento este sacrificio salvaje. Incluso se podría llegar a pensar que ellos mismos hubieran inspirado esa horrible idea.
¡Sacerdotes hipócritas! ¡filósofos mentirosos! ¡tigres Disfrazados de pastores de pueblos!... Apaciguémonos. Obrando de este modo obedecían menos, tal vez, aun instinto de crueldad que a la política, y también a la filantropía, sí, a la filantropía: pero expliquémonos.
Entre los celtas de aquel entonces se valoraba poco la vida del hombre: se desperdiciaba en las batallas, se prodigaba en los duelos. En la época de sus grandes asambleas nacionales los galos tenían por costumbre, para obligar a los electores a la puntualidad, de matar al último llegado, y éste pagaba por todos los rezagados.
Por su lado, los teutones, no en sus asambleas electorales, sino en la guerra, eran unos vencedores despiadados y se entretenían matando a todos los prisioneros.
Estas masacres cesaron en cuanto los druidas tuvieron el monopolio de los sacrificios humanos.
Convertido en sanguinario, el buen Esus reclamaba los cautivos como víctimas expiatorias reservadas para su altar. ¡Pobre de aquel que se atrevía a ir en su detrimento! Para éste los recintos sagrados quedaban cerrados; declarado impío, sacrílego, dejaba de formar parte del grupo de ciudadanos e incluso era probable que sustituyese al muerto que por su culpa faltaba en el holocausto.
Siendo así, cuando se le entregaba los prisioneros sanos y salvos, el gran sacerdote escogía a los que tenían que ser degollados, contentándose alguna vez con uno solo. Se sacrificaba a menudo uno de los jefes enemigos, con su caballo de guerra, para realzar la pompa de la ceremonia y también para que la cantidad de sangre derramada disimulara la pequeña cantidad de víctimas.
Tras haber interrogado escrupulosamente los flancos entreabiertos del caballo y del caballero, el sacrificador, la barba y la ropa mancillada de sangre, alzaba hacia el cielo una mano enrojecida en la misma fuente, resumiendo crimen, respirando matanza, y declaraba que su dios había quedado satisfecho: su dios estaba cansado y se le reservaba el resto de los cautivos para otro día, que no llegaría...
Acababa de crearse un nuevo empleo, el de sacrificador. En Germania así como en Galia, por los dos lados del Rin, los druidas se lo reservaban para si mismos: en otros países célticos, entre los escandinavos, y los escitas ese triste empleo fue ejercido incluso por las mujeres: la Ifigenia de Tauride puede atestiguarlo.
Sea como sea esta sangrienta innovación, los prisioneros sacaron provecho de ella: pero los que se beneficiaron más fueron los druidas. Su poder, fuertemente quebrantado, sacudida tras sacudida, se fortaleció de repente. La oposición no tuvo en cuenta sus amonestaciones ni sus oraciones, y ahora se detuvo ante su cuchillo.
A partir de este instante empieza la SEGUNDA EPOCA DE LOS DRUIDAS. El cuchillo druídico desempeña un papel, durante un largo período que no nos conviene recorrer. César habla conquistado y apaciguado Gales: los sucesores de Augusto promulgaban decretos imperiales contra todos los druidas, sacrificadores de hombres, pero este mismo cuchillo seguía amenazando Germania.
 
Mitologia del Rin, X.B. Saintine

Los CROMLECHS


Los cromlechs son recintos de piedras, por lo común, de pequeño tamaño, dispuestos casi siempre en círculo, aunque los hay también rectangulares, y no es seguro que su destino primitivo haya sido el mismo. 
Hasta ahora no ha dado nadie una explicación válida de estos recintos. Sin embargo, una cosa es cierta: que cercan un lugar. Por tanto, podemos suponer que estos lugares son lo más importante, la base misma de los monumentos. 
Los cromlechs debieron de ser muy numerosos, pero han desaparecido muchos. Como la mayoría de entre ellos no ofrecían interés monumental y como además las piedras que los delimitaban eran pequeñas y fácilmente transportables, su desaparición es bastante normal, ya porque en su lugar se levantaron construcciones, ya, simplemente, porque sus piedras fueran utilizadas para otros fines. Así, existía uno en Nanterre cuya mitad era aún visible en el siglo XVIII, en que desapareció.

Había en todos los lugares en que se han encontrado monumentos megalíticos, lo cual podría sugerir la pregunta de si son de la misma época y si desempeñaban algún papel en la actividad de las poblaciones megalíticas. 
Tengo la impresión —y ya diré por qué— de que si los «megalíticos», u otro pueblo anterior a ellos, fueron sus iniciadores, la costumbre persistió durante varios siglos, hasta los tiempos modernos, aunque el lugar no estuviera señalado con piedras ni exactamente cercado. Y relaciono esta costumbre con el sabbat, o aquelarre. 
Nadie ha dado una explicación satisfactoria de los crom-lechs, sin duda porque la noción de corriente telúrica ha sido ajena a la Ciencia moderna durante largo tiempo. Los sabios del mundo de hoy son librescos, y su género de vida atenúa necesariamente su sensibilidad física. Los libros no les enseñan que hay corrientes telúricas, y su sensibilidad tampoco se las revela. 
Por consiguiente, no existen.

Por lo menos no existían, aunque instrumentos muy sensibles empiezan a detectarlas. Durante largo tiempo se consideró la geomancia como una farsa y superstición, aunque Europa esté cubierta de pozos excavados gracias a las indicaciones de «zahoríes» que sabían conocer el agua. 
Para gentes que siguen teniendo una sensibilidad no embotada, señalar un lugar significa que éste tiene un valor o importancia. 
Se ha admitido que entre estos recintos y la religión había algún nexo, pero la soberbia contemporánea no podía por menos de ver en ese nexo alguna superstición surgida no sabemos, a punto fijo, de qué «miedo prehistórico» o de qué «magia» originada por ese miedo. 
En realidad, creo que se trata de religión, pero en el sentido más amplio del término, y, lo que es más, de religión activa. 
No se ha reparado lo suficiente en que la mayor parte de los cromlechs que quedan son llamados a menudo «salas de danza». Danza de los korrigans, danza de las hadas o, como en Stonehenge —que en gaélico se denomina Cathoir Ghall— danza de los gigantes. 
A veces falta el recinto de piedras, que es remplazado por un talud o una zanja, llamado todavía círculo de las hadas.

De aquí que considere los cromlechs originalmente como «pistas» de danza, cuyo lugar se había escogido cuidadosamente a causa de las corrientes telúricas que en él se manifestaban. 
Con los menhires y las alineaciones se trataba de una acción «mágica» sobre las tierras; con los cromlechs se tratará de una acción mágica sobre los hombres. 
La forma circular, regularmente empleada, ha hecho pensar en que su erección guardaba alguna correspondencia con el movimiento del Sol y de la bóveda celeste en general. Es bastante probable, y no quiere decir gran cosa. Toda danza sagrada se asemeja siempre, mimética o analógicamente, a la «danza» universal. Y la diferencia entre lo profano y lo sagrado es algo muy reciente, que señala una retirada del hombre fuera de la naturaleza. 
Es evidente que los antiguos no establecían esa distinción entre profano y sagrado; todo cuanto estaba dotado de vida, incluida la piedra, revestía su aspecto sagrado como portador de ese principio de actividad, con lo cual se mostraban —filosóficamente hablando— más avanzados que nosotros, que nos ocupamos más bien de una tarea de desacralización. El falo —objeto de uso común— tenía para ellos su aspecto divino de símbolo, lo cual no tiene nada que ver con el erotismo pornográfico de algunos enfermos de nuestro tiempo.

La danza era, entre todos, un ejercicio sagrado, ya que constituía el medio de participar en el movimiento universal, cuyos signos son incontestables en el cielo y en la tierra. 
Ciertamente no habría que tomar la palabra danza en el sentido que le damos hoy de «placer gratuito», por más que el placer no puede nunca estar ausente de este ejercicio rítmico. 
Me siento algo coartado al tener que desgranar las trivialidades que se relacionan con el vocablo ritmo; pero, ¿no será éste el único medio de recordar que todo en el Universo es sólo ritmo? Cuando hablamos de las leyes que rigen los astros o los planetas, nos limitamos a poner en términos modernos los ritmos solares, lunares, planetarios y galácticos. Año, mes, estación y día son ritmos que manifiestan para nosotros la vida de la Tierra, del cielo y del Universo. 
Desde el mineral al hombre, estamos incluidos en tales ritmos. Tenemos nuestro ritmo de primavera, de verano, de otoño y de invierno. Vivimos dentro de estos ritmos. El celo animal no escapa a esta ley estacional y, como tal, el erotismo tiene su aspecto sagrado. 
Por otra parte, cada ser tiene sus ritmos personales, cardíacos, respiratorios, etc., y todos ellos se hallan en estrecha dependencia entre sí.

Vivir en otro planeta exigiría una adaptación de los ritmos personales a los de este otro astro. Y lo mismo ocurre de un lugar a otro. El equilibrio perfecto del ser requiere precisamente la adaptación de su ritmo propio a todos los que rigen el lugar. 
Desde este punto de vista, danzar se convierte en un ejercicio de incorporación a los ritmos del lugar, a unos ritmos más generales que los que son peculiares del individuo. 
Esto ocurre también, incorporando el ser físico a un ritmo determinado, al adiestrar en él no sólo lo mental y cerebral, sino, además, la parte espiritual del hombre, que encuentra la ocasión, voluntaria o no, de desenvolverse y hasta de ponerse a «funcionar». 
En esto, la danza constituye un medio religioso por la relación que establece entre el hombre y la vida de todo el Universo. Bien dirigida es un yoga; y así es como la considera la secta súfica llamada de los «derviches», que hace de la danza un medio de llegar al éxtasis, un medio de superar la naturaleza humana, de ir más allá de la animalidad, empleando justamente esa parte animal que es el cuerpo.

Todas las religiones se han servido de este medio, que es, sin duda, el más eficaz de todos. Se bailaba en los Misterios de Eleusis; se bailaba en las bacanales, en que el vino se empleaba como coadyuvante para poner en «estado secundario»; David bailaba, y sin duda no sólo él; las druidesas de la isla de Sein bailaban antes de alcanzar la condición de sibilas. Hasta la oleada que barrió todo el ritual cristiano en el siglo XIV, se bailaba en las iglesias, ya en danzas en corro, como en Chartres, en que el obispo las dirigía, ya procesionalmente; el aquelarre de los brujos era, ante todo, una reunión coreográfica en un lugar elegido. 
Durante la danza en grupo, y aun en el ejercicio de nuestros actuales bailes «mundanos», se producía un fenómeno completamente normal, que es, por la unanimidad del ritmo, la creación de una unanimidad de los danzantes. En una palabra, hay creación de un «egregore». 
Incluso los bailes mundanos, prefabricados y sin relación, en general, con los grandes ritmos naturales, dan el resultado antedicho y, con mayor razón, los bailes «calcados» de tales ritmos. El cine nos ha familiarizado lo bastante con las danzas rituales y tribales del África negra como para que cada uno haya podido experimentar la creación del «egregore» de que hablaba, ya se trate de danzas de fecundidad —evidentemente eróticas—, ya de danzas guerreras, capaces de transformar en «ejército» a algunos portadores de azagaya.

Pero si, además, la danza es ejecutada en un lugar en que las corrientes telúricas proporcionan una «ayuda» gracias a la energía que desarrollan, podemos estar seguros de que los resultados serán decuplicados. Aparte el ritmo, y junto con él, el «pisoteo» constituye, en cierto sentido, una «extracción» de las propiedades de aquel suelo, que ha podido ser elegido tanto para las danzas de fecundidad como para las guerreras, o bien para las sagradas. 
Por las razones expuestas, creo que los cromlechs fueron ante todo, y especialmente por lo que concierne a los cromlechs circulares, «salas de danza» y creo también que éste es el motivo por el que la mayor parte de cromlechs no pueden fecharse, ya que esta práctica de iniciación ha persistido hasta nuestros días. 
En el aquelarre. 
Conviene decir algo sobre el aquelarre, en el que veo —y no creo equivocarme— la persistencia desviada y supersticiosa de las reuniones de danzas de iniciación de los tiempos prehistóricos. 
El aquelarre está reservado para los «brujos» y «brujas», es decir, para aquellos que, atávicamente o de otro modo, tienen aún cierto conocimiento de las fuerzas naturales, que fue privativo de los «magos» y druidas. 
Puesto que la religión secular cristiana persiguió a estos últimos sostenedores de una ciencia antigua, era forzoso celebrar aquellas reuniones clandestinas y, por contraste, se hizo «regidor del juego» al Diablo en persona, con atributos animales, como la cabeza de macho cabrío y la cola.

Pero a propósito de la cola, sabemos que podría tratarse aquí de un símbolo de sensibilidad a las fuerzas de detección. Para ciertos animales, entre ellos los cánidos, la cola es un órgano de detección, que parece actuar a modo de una antena, como se puede comprobar observando un perro que rastree la caza desde los amplios movimientos del apéndice caudal que «barre» un espacio en busca de ondas detectables, hasta el estremecimiento, que es una adaptación a la onda recibida de la pieza oculta. 
En cuanto a la cabeza de macho cabrío, a la que se atribuye una idea simbólica más o menos pornográfica, es olvidar que no hace tanto tiempo los rebaños de corderos eran conducidos generalmente por machos cabríos, que, sin duda, barruntan mejor que los demás los parajes «benéficos» de los campos. Es algo muy extraño haber querido hacer «conductor» del rebaño a un diablo cualquiera. 
Aquellos aquelarres no tenían lugar en cualquier parte, y se sabe de algunos que se celebran aún a veces —aunque, por desgracia, ya son muy raros— en lugares en que hay cromlechs, antiguos cromlechs o círculos de hadas... 
Conozco aún, en el bajo Berry, dos lugares de aquelarre de gatos que fueron, sin duda, aquelarres de jars. Se dice que los gatos bailan allí por Navidad. 
Por lo que respecta a los «conocimientos» o a los «poderes» que brujos y brujas sacan de esas reuniones rituales, acompañadas de danzas —incluso eróticas—, erraría uno si lo tomara a la ligera.

Los cromlechs rectangulares parecen tener otra significación y destino. En efecto, el de Crucuno, en el Morbihan, que forma un cuadrilátero muy regular, se halla orientado, en su gran eje, en dirección Oeste-Este, y sus diagonales están situadas de forma que señalan los ortos ilíacos en los solsticios de invierno y verano. Además, sus proporciones, 34,25 m X 25,70 m, son las del triángulo de Pitágoras (3 X 4 X 5). 
Se trata aquí, sin duda, de recintos rituales, pero que ponen de manifiesto cierta ciencia, tanto geométrica como celeste.

Y esta ciencia ha sido demostrada en estos últimos años a propósito de Stonehenge. 
Stonehenge no es ya un verdadero cromlech desde que en el recinto primitivo muy antiguo se construyó lo que Diodoro llama el «Templo circular de Apolo». Estaba allí —explica— en un bosque maravilloso, donde los hiperbóreos cantaban, acompañándose de la cítara, alabanzas al dios Sol. 
He aquí cómo describe el templo propiamente dicho Iñigo Jones, enviado por el rey Jacobo I de Inglaterra para explorarlo. Un círculo exterior, compuesto de enormes piedras verticales de 4 metros, 4,50 m y aún más, separadas por espacios de 90 a 120 cm y rematadas por una corona de grandes losas formando dinteles. 
El ábside central consta de una losa, colocada horizontalmente; una herradura de 12 monolitos o más se levantaba a 2,50 m, dominada por 5 trilitos, situados directamente tras de ella, 5 pares de piedras verticales, cada uno de ellos con su dintel. El par central tiene una altura de 6,60 m, y su dintel, una longitud de 4,50 m y un espesor de 1,50 m. 
Una avenida jalonada por dos taludes parte en sentido Noreste. 
A menos de cien metros de la avenida se alza un monolito, no tallado, que se llama desde antiguo Heelstone (la piedra del talón). La línea trazada desde esta piedra al altar representa el eje del conjunto, y desde el centro de aquél al comienzo del solsticio de verano, el Sol se levanta por encima de la Heelstone.

A causa de la constante variación de la oblicuidad de la eclíptica, en 1901, Sir Norman Lockyer, astrónomo real, midiendo el desplazamiento angular pudo calcular la fecha de erección del monumento central hacia el 1850 a. de J. C, cálculos que fueron corroborados por el fechado, mediante el carbono 14, de un fragmento de carbón de leña encontrado en 1950 en uno de los agujeros abiertos en el momento de la erección de las piedras. 
Nótese que se trata de un monumento bastante reciente, aunque date de antes de la invasión celta. Y cuando Diodoro hablaba del templo de Apolo, pensaba, sin duda, en Apolo-Beleño. 
En 1953, utilizando una técnica fotográfica adecuada de iluminación lateral, pudieron obtenerse algunos grabados del gran monolito, unos signos regulares semejantes a los conseguidos en los megalitos de Irlanda, Bretaña, Noruega y Suecia, así como un hacha y un puñal labrados. 
El puñal es del tipo corriente en la Grecia micénica, y data del 1500 a. de J.C. En fin, se descubrió que el procedimiento de talla de las piedras era el mismo que el de los egipcios. 
Se comprende que no emitiera yo la opinión de que había existido una corriente constante de cambios entre «hombres de oficio» de Oriente y Occidente sin hallarme en posesión de algunas pruebas de ello.

Todos estos misterios de Stonehenge incomodaban mucho a los especialistas en Prehistoria, los cuales mantienen obstinadamente a su homínido occidental en un estado de atraso hasta que Roma le hubo revelado los esplendores de la civilización cesariana. Se obtuvieron, pues, todos los datos «numéricos» que pudieron hallarse en el paraje de Stonehenge, y se sometieron al calculador electrónico de la Universidad de Harvard. Y éste respondió que las alineaciones y disposiciones de las piedras de Stonehenge constituían un calculador que permitía computar las posiciones lunares y solares. 
«Sin tener que calcularlas», precisaron incluso dos sabios australianos: los profesores R. C. Colton y R. L. Martin. 
Todavía no se han aplicado los cálculos más que a la parte astronómica. 
En cuanto a los constructores, he aquí que aparece de nuevo el «caballo». Mrs. Janette Jackson, que estudia actualmente las rutas —en efecto, las rutas— de la antigua civilización de Stonehenge, centradas en Avesbury, a algunos kilómetros, me llamó la atención sobre este caballo labrado en la toba de forma que quedaba al descubierto la creta subyacente del país, debajo de la meseta de Uffington-Castle.

«Nadie sabe —me escribe Mrs. Jackson— por qué, ni cuándo, ni por quién fue trazado en la pendiente de la colina este antiquísimo caballo blanco... Sigue siendo un misterio saber si pertenece a la Edad de Piedra, a los celtas, a los sajones o a los daneses...» 
Pero poco importa su edad. Es evidente que el caballo no pertenece ni a una edad ni a una raza, sino a una tradición y, más especialmente, a una tradición de constructores, y que ésta —y aquí tenemos lo verdaderamente extraordinario— no ha desaparecido, puesto que los Compañeros de Trabajos de hoy llevan aún su «caballo». 
Como es natural, no voy a iniciar aquí el estudio de todos los monumentos transmisores de esta tradición; no obstante, conviene decir algo sobre Glastonbury, donde se ve dibujado en el suelo, por las piedras, por aldeas y caminos, un zodíaco completo de dieciséis millas de diámetro y cuyo origen y edad son completamente desconocidos. Se ha hablado de 2700 antes de Jesucristo; pero tal vez se trate de 2.000 años antes, lo cual sería anterior a los astrónomos caldeos... 
Además, cerca de Glastonbury se encuentra el pozo céltico conocido con el nombre de Chalice Wells, «Pozo del Graal». 
Es un pozo rectangular, como el de la catedral de Chartres, pero cuya talla de las piedras y ensamblaje revelan una técnica egipcia.

Glastonbury y Chalice Wells se hallan situados en la colina de Avalon, que fue antaño una isla, aunque ahora esté en las tierras a consecuencia de los aluviones. 
Aval o Abel —en inglés, Aple— es la manzana y, en la mitología celta, Avalon era la isla afortunada a la que iban las almas de los héroes...

Los MENHIRES


El pequeño Larousse ilustrado da la siguiente definición del menhir: Menhir, n. m. (del céltico men, piedra, e ihr, largo. Piedra vertical, monumento megalítico llamado también Piedra levantada). 
El nombre de menhir, que viene de un bretón bastante reciente, se emplea ahora en toda Francia . Este megalito se llamaba antes, simplemente, la piedra; a veces, la piedra levantada, o la piedra erguida. Cuando tales piedras presentaban ciertas particularidades, se llamaban, de acuerdo con éstas; la piedra larga, la piedra horadada, la piedra puntiaguda, la piedra cortada... 
Se encuentran en gran cantidad en todo el mundo. En Francia abundaron mucho si hemos de juzgar no sólo por las que quedan, sino también por el número de lugares a los que dieron su nombre: Pierrefite, Pierrelate, Pierrefeu, Pérelongue, etc. Hallamos estos mismos nombres en otros idiomas y en el patois: en Provenza, Per; en Italia Pietra; en Inglaterra, Stone; en Alemania, Stein.

El nombre original se ha perdido, si bien parece que se encuentra en ciertos nombres, como Carlux, Carmeaux y Carmel. A menudo, los menhires llevan un nombre personal, que puede proporcionar valiosas indicaciones, como esa «compuerta» normanda a la que volveré a referirme. 
Aunque la mayor parte de estas piedras no tuviera ningún carácter sagrado, era inevitable que, en cuanto se olvidara su sentido, se vinculase a ellas cierta superstición, reliquias del pasado, cuyo peso y dimensiones parecían rebasar, a veces, las posibilidades humanas. En los tiempos cristianos fueron atribuidas gustosamente a una intervención diabólica o «gigantesca». Como los menhires tenían a veces el aspecto de esas piedras con las que los guadañeros afilan sus guadañas u hoces, fueron llamadas «afiladores del Diablo», «afiladores de Gargantúa», de la misma forma que ciertas mesas dolménicas se convirtieron en «tejos del Diablo», y «tejos de Gargantúa». 
Pero a la vez se mezclaron con ello algunos sobrentendidos escatológicos, que parecían constituir la delicia de los pueblos galos. Y por poco que dichas piedras tuvieran cierta forma redondeada, era inevitable la denominación «cagarrutas del Diablo», «arveja del Diablo», «pedo del Diablo»... 
Más interesante es la superstición vinculada a ciertas piedras —aún en nuestros días—, que les atribuye poder de dar fecundidad a las mujeres estériles, las cuales iban a frotarse contra estas piedras las partes supuestamente interesadas. No es extraño, pues, su extraordinario lustre después de siglos de utilización.

Hubo un tiempo —no muy lejano— en que ninguna cualidad parecía ser superior a la de la fecundidad, ya se tratase de campos, animales o personas. Y es un hecho que gran número de «piedras verticales» están relacionadas con la idea de la fecundidad. Y no sólo las que pudieran presentar cierta forma fálica, sino también las que tienen forma redonda. 
En todo caso, se ha de descartar la opinión de que tales piedras verticales no servían para nada. 
No se transportan ni se ponen verticales —¡y con qué esfuerzo!— piedras que pesan algunas toneladas, cuando no varias decenas, simplemente para adornar un paisaje, de la misma forma que en cierta época se cubrieron de falsas ruinas los jardines llamados «a la inglesa». 
Podría pensarse, sin duda, en monumentos funerarios del tipo de los «obeliscos» votivos, y en la historia de las religiones es frecuente admitir la posibilidad de transmisión de las virtudes de un difunto a la piedra que señala su tumba. No podemos descartar a priori esa posibilidad, y pudo hacerse de forma que piedras verticales tuvieran carácter de túmulo, pero no puede tratarse de piedras de fecundidad, a menos que tratase de algún personaje de la categoría del «Bon Fouterre», de Francois Villon, el cual, según se sabe, «A Saint-Satur gist, sous Sancerre».

También es posible que en una época relativamente reciente se pusieran verticales algunas piedras largas como límites entre dos territorios; pero ni leyendas ni supersticiones podrían asociarse a tales límites, y tampoco ninguna idea de fecundidad. 
Cabe también que fuesen erigidas, en cierto modo, como testigos de un acontecimiento, o sea, algo parecido a lo que nos cuenta Platón de los reyes atlantes, que erigían una estela e inscribían en ella las resoluciones tomadas en sus asambleas. 
Todo ello es plausible y probable que ocurriera. Por eso se excluye admitir una única utilización de las piedras verticales. 
No hay ninguna explicación adecuada para todas. 
Sin embargo...

En los tiempos en que recorría yo Marruecos en busca de datos para un reportaje sobre la economía marroquí, una tarde, cuando me hallaba entre Xixauen —donde hay tan bonitas alfombras— y Marrakech, trabé conversación con un fellah, el cual arañaba su campo con un arado primitivo tirado por una yunta bastante estrafalaria, compuesta por una vaca algo más escuálida y un camello que no tenía muchas más carnes que su pareja. 
Allí se extiende el «Bled sec», aunque no totalmente árido. 
En el campo que araba aquel individuo había bloques de piedra bastante gruesos, aunque no lo suficientemente grandes como para no poder ser removidos por la mano del hombre con un poco de esfuerzo. 
Estaba yo sentado al borde del camino y contemplaba la extraña yunta, asombrado del trabajo que se estaba tomando aquel hombre para conducir su instrumento por entre los bloques. 
Se acercó a mí y nos hicimos los saludos de ritual.

Con la circunspección y gentil cortesía beréber, me preguntó si era yo labes y si todo me iba bien. Yo era labes. A mi vez, le pregunté si también él lo era. En efecto, lo era, y también mi familia y la suya. Acordamos que había que dar gracias a Alá y se las dimos. 
Entonces sentóse a mi lado y hablamos de la tierra, de las cosechas y de lo que hablan todos los campesinos del mundo, con los gestos necesarios para llegar a comprenderse. Y recurriendo a la jerga, nos entendimos perfectamente sobre la cuestión de las langostas, del rendimiento de la tierra y del tractor que le habría gustado tener. 
Le pregunté por qué no quitaba las piedras del campo. Me miró como si Alá me hubiera negado toda lucidez, y no pude menos de darme cuenta de que así era, en efecto. 
¿Es que ignoraba yo que cuando Alá enviaba agua, del cielo o de la luna (el rocío), eran las piedras las que la retenían, y que sin éstas su campo habría sido semejante al camino? 
Archivé aquello en mi memoria. 
Así que Alá había puesto allí aquellas piedras para que fueran buenas la tierra y las cosechas... Él no era un fqih, un hombre instruido, pero sabía ver la verdad de las cosas. Había piedras que alejaban el mal, y aquéllas tenían tal virtud... Amdulillah! 
—Amdulilláh! Pero, siendo así, ¿por qué no poner otras piedras? 
Quizá lo sabría un santo, pero él ignoraba qué clase de piedras había que poner ni dónde. Eso era todo. Y me deseó buen viaje. Slamah!

Ahora bien, cuando se trata de la tierra de los campesinos, nunca conviene tomar a la ligera sus palabras. Reconocí que ciertas piedras podrían ser beneficiosas en un campo. 
Y luego me acordé de un labriego del Berry que tenía también una piedra en uno de sus prados, piedra que era un soberbio menhir colocado en posición vertical, de casi cuatro metros de altura. Y oí decir a aquel labriego: 
—No sé si es por la piedra; sea como fuere, lo cierto es que constituye mi mejor prado, y los que más se benefician de él son los animales. Si yo supiera hacerlo, colocaría también piedras en los demás prados. A despecho de lo que se diga, los que pusieron ahí esa piedra, tuvieron una idea original. Quizás eran más listos de lo que creemos... 
Los dos hombres, el beréber y el francés, que sabían de qué hablaban cuando se trataba de su tierra y oficio, estaban de acuerdo acerca de este punto: las piedras de Alá y las de los antiguos eran agronómicamente benéficas. 
Y esto da que pensar.

Hace unos cinco o seis mil años, los chinos descubrieron —y quizá no sólo ellos— que el cuerpo humano es la sede de unas corrientes distintas de los influjos nerviosos, cuyos recorridos se hallan fuera de todos los conductos anatómicos conocidos. 
En el hombre sano, estas corrientes —que son dos y de naturaleza opuesta— se equilibran; pero si, por una u otra razón, exterior o interior, llegan a desequilibrarse, se instaura la enfermedad y, con ella, uno u otro microbio.

Pero, los médicos chinos de aquel tiempo descubrieron también que era posible actuar sobre dichas corrientes puncionando algunos puntos de sus recorridos por medio de agujas de sílex —actualmente son metálicas—, al objeto de restablecer el equilibrio necesario, o bien crear voluntariamente ciertos trastornos. Es la terapéutica china conocida con el nombre de acupuntura. 
Lo mismo que el cuerpo humano o animal, la tierra es recorrida por corrientes distintas de las magnéticas y cuya naturaleza no se conoce muy bien, pero que ejercen su acción sobre las capas geológicas que atraviesan y, por tanto, sobre la vegetación. 
Por otra parte, hace algunos lustros, los agrónomos intentaron —al parecer, con cierto éxito— activar los cultivos levantando antenas capaces de recoger la electricidad estática atmosférica, que luego era distribuida por el suelo mediante diversos procedimientos. 
No se descarta que el menhir —aunque la piedra no sea buena conductora—, ejerza una acción del mismo orden, especialmente cuando está húmeda, por ejemplo, mediante el «agua de la Luna», o sea, el rocío. 
Entonces podríamos pensar que los menhires fueron levantados más o menos altos, según la intensidad de la corriente telúrica, para establecer un equilibrio benéfico. 
En este sentido se podrían emprender estudios agronómicos muy interesantes.

Ya hemos dicho que en las civilizaciones pasadas —las lejanas— hubo extraordinarios agrónomos, y forzoso es admitir —no importa lo que pensemos del famoso «progreso continuo»— que aquellas civilizaciones prehistóricas poseyeron una ciencia de la tierra, junto a la cual parece pueril la nuestra.
Y esto explica por qué la ciencia tradicional ha quedado tan «oculta». Es evidente que los individuos capaces de conseguir una «mutación» en la planta o el animal debían tener un «poder» sobre la naturaleza, que no podía ponerse en manos de cualquiera. 
Sea lo que fuere, y volviendo a la agricultura, cuando se ha querido obtener un rendimiento aceptable, ha habido que paliar, de un modo u otro, ciertos déficits de la tierra. Sería chocante que gentes capaces de producir cereales, frutos y legumbres, no hubieran tenido conocimientos lo bastante amplios sobre la importancia de las tierras y las formas de remediar sus insuficiencias, como para mejorarlas de forma que permitiera esas «mutaciones». 
...Por ejemplo, utilizando las corrientes telúricas, equilibrándolas, en mayor provecho de la vegetación. ¿Y puede ser tan ilógico creer que aquellos hombres hubieran practicado una acupuntura terrestre, cuyas agujas-menhires están aún en su sitio en determinados lugares? 
Vayamos más lejos. ¿Sería sorprendente que esa piedra «equilibrante» pudiera prestar el mismo servicio al hombre y a los animales y mitigar ciertas carencias que originan la esterilidad? Sería verdaderamente extraño que, durante milenios, las mujeres se hubieran frotado contra las «piedras de la fecundidad» si no hubiesen conseguido jamás ningún resultado. No cabe duda de que la superstición inclina a hacer muchas cosas; pero imaginar que esto pudiera durar milenios sería la consecuencia de una enorme credulidad.

Si se considera —como yo hago— que algunos menhires son factores de equilibrio análogos, en su esencia, a las agujas de los acupuntores, se puede creer también que su acción puede regularizar y hasta neutralizar corrientes capaces de causar perturbaciones físicas en la textura de las tierras. 
De estas corrientes hay dos muy conocidas por la Ciencia moderna, porque se pueden detectar con relativa facilidad: son las originadas por los cursos de aguas subterráneas y las engendradas por las fallas y los corrimientos de tierras.

Con su movimiento, el agua subterránea produce una corriente eléctrica, que se manifiesta por medio de un campo magnético, campo que los individuos sensibilizados perciben muy bien y que permite detectar el agua; es lo que ocurre con los animales y los zahoríes. 
En el municipio de Blasimon, en Dordogne —en ese Entre-Deux-Mers del que he hablado—, hay una fuente que presenta el aspecto en forma de hoyo, de un enorme pie humano. Está situada cerca de una capilla en ruinas, hacia la que desfila, desde la antigua abadía de Blasimon, una peregrinación anual. La capilla se llama Notre-Dame-de-Bonne-Nouvelle. Y supongo que el nombre es un arreglo de la «Nouvelle Bonne Dame», la Virgen Cristiana, la que sucedió a la antigua «Belisama». 
Ahora bien, entre la capilla —construida junto a una losa megalítica— y la fuente hay una especie de cañada por debajo de la cual discurre el agua que va a parar a la fuente; y esta cañada queda señalada por una alineación de pequeños menhires, instalados sobre la corriente telúrica producida por el agua subterránea y que, sin duda, protegen los cultivos del vallecito contra las perturbaciones que pudiera originar la corriente.

Pese a la molestia que deben de causar, el propietario los ha dejado prudentemente en su sitio. 
En realidad es una alineación que se puede llamar de fecundidad y de protección. 
Cuando las corrientes telúricas son engendradas por fallas —consecuencias de antiguos corrimientos de tierras—, es posible que el problema se haga más complejo. 
Cuando dos terrenos se han deslizado uno sobre el otro, el corrimiento de las capas geológicas pone en contacto tierras de distinta naturaleza, y entonces se produce el fenómeno bien conocido utilizado en el termómetro de aguja. Cuando se ponen en contacto dos materias distintas, toda variación de temperatura origina una corriente eléctrica. Es un fenómeno que puede ser débil o fuerte, según las materias empleadas, pero que es constante. 
Así, pues, dondequiera que exista una falla de terreno, todo cambio de temperatura engendra una corriente eléctrica. De ahí que aparezca un campo magnético, el cual puede tener una mayor o menor influencia sobre la fecundidad.

Pero existe una acción más directa sobre los terrenos: la debida a la electrólisis, una electrólisis que a la larga —y quizá más rápidamente de lo que se cree— deteriora las capas en contacto y que, a causa de ello, puede engendrar más amplios corrimientos, capaces de provocar cataclismos, sobre todo a orillas del mar. 
En Francia hay dos regiones amenazadas desde siempre por corrimientos de tierras: el Macizo Central, nido de volcanes apagados desde hace relativamente poco, y el Macizo Armori-cano, sometido a las embestidas del mar. Tales macizos están recorridos por fallas. 
Ambos se hallan sometidos a diferencias de temperaturas: el Macizo Central, por la proximidad del fuego subterráneo, y el Armoricano, por las alternativas de las mareas. 
Y sucede asimismo que estas dos regiones son las más ricas en monumentos megalíticos y, especialmente, en menhires y alineaciones... La coincidencia es, cuando menos, desconcertante. 
También son desconcertantes ciertas leyendas. 
En las inmediaciones del Mont-Saint-Michel, en las tierras de cultivo, hay menhires que llevan extraños nombres: en Pon-torson, Vieux-Viel, al sur de Pontorson, uno llamado Pierre-Bonde, del que se dice que «obstruye la entrada del Abismo». 
Si fuera retirado, las aguas del abismo invadirían las tierras. 
Hay otro, llamado La Cié, que, según parece, puede girar sobre sí mismo; pero si se le diera la vuelta, quedaría abierta la puerta de las aguas.

En Saint-Samson, cerca de la Ranee, el menhir de La Thiemblaye es una de las tres compuertas del infierno (se encontraría en ella una de las tres llaves del mar; las otras dos se habrían perdido o habrían ido a parar a manos de una bruja). Si se diera la vuelta a la piedra, se precipitaría por allí el mar y vendría el diluvio. 
Hay todavía otra Pierre-Bonde en Corcept, cerca de Paim-boeuf. Allí fue donde Gargantúa la dejó caer, y la piedra interceptó el río y dio origen a la pantanosa llanura llamada de Maraichedeau. 
Ahora bien, no se halla tan lejano el tiempo en que el Mont-Saint-Michel, hoy amenazado por el mar, era una colina en las tierras cultivadas. Se conserva incluso el recuerdo del bosque que la rodeaba, y que se extendía muy adentro en lo que hoy es una bahía.

Sabemos que cuando los bretones de Gran Bretaña, expulsados por los sajones, fueron a buscar refugio en el país de Armor —que se convirtió más tarde en Bretaña—, eran ya cristianos, contrariamente a los ismios, vanesos y coriosolitos, que luchaban aún contra la Roma cristiana y contra los francos; y se sabe con seguridad que los enfrentó una especie de guerra religiosa, en la región del Mont-Saint-Michel, con los «paganos» que veneraban aún las piedras verticales. 
De estos monumentos megalíticos, llamados por los sacerdotes bretones «piedras del Diablo», destrozaron gran número, entre ellos, el Gran Dolmen que coronaba el Monte y era lugar de peregrinación para la Galia. 
Y poco después de aquella invasión bretona, el mar invadió la bahía del Mont-Saint-Michel. 
Sin duda, coincidencia... 
Y coincidencia también el hecho de que fuese después de la invasión cristiana bretona cuando se produjo el hundimiento del golfo del Morbihan —que no existía aún en época de César—, en tiempo de los vanesos.

Los recién llegados, fervorosos cristianos, al ignorar las tradiciones locales, ¿trajeron mala suerte para alguna «compuerta» o para alguna «llave»? Lo cierto es que las aguas se lanzaron al asalto de las tierras cultivadas, aislando el Mont y Tombelaine y sumergiendo una parte del territorio de los vanesos. 
¿Y cómo estar seguro de que la sumersión de Ys, en la bahía de Douarnenez, no fue el resultado de alguna destrucción de ese orden? 
Porque la existencia de Ys no parece del todo legendaria. Esta ciudad existió, sin duda, y la prueba nos la da el nombre mismo de los pueblos que ocupaban el Finisterre (departamento): los ismios. 
Era una ciudad sagrada, como indica ya su nombre de Ys, y fue especialmente santa, ya que el pueblo lleva el nombre de la ciudad, lo cual permite, por otra parte, suponer que los ismios eran anteriores a los gaélicos y a la invasión céltica del siglo XV antes de Jesucristo. 
El nombre de su rey es también revelador. Se llama Grad-lon, lo que parece indicar un «guardián del Graal».

¿Qué es lo que dice la leyenda cristiana? La ciudad de Ys estaba protegida del mar por un dique, y existía una «llave» de este dique. Si se «daba la vuelta» a la llave, se abría la puerta del mar y la ciudad era engullida. 
¿No recuerda nada esa llave y esa puerta de las aguas? No es la primera vez que nos encontramos con ellas, puesto que hay también otras en la bahía del Mont y cerca de Paim-boeuf. 
¿Y qué era aquel dique que protegía la ciudad contra los embates del mar? Desde luego, no un dique en el sentidoen que lo entendemos hoy, porque para proteger la ciudad, habría hecho falta que estuviese más elevado que el nivel de las aguas más altas, y si la ciudad hubiera podido quedar sumergida, el dique, en cambio, no habría corrido tal suerte. 
¿No se trataría de «compuertas del mar», de «llaves» a las que no se había que dar la vuelta, es decir, «invertir»?

Si fue así, ¿no habría sido cristianizada la leyenda, trastocando los papeles? 
En la leyenda cristiana se nos presenta al rey Gradlon como justo y bondadoso y, por supuesto, como buen cristiano. Su hija Mahu, pagana, llevaba una vida disoluta y se entregaba a todas las empresas del Diablo. Cierta mañana, tras una noche de orgía, y por consejo del «Maligno», ella sustrajo las llaves de la puerta del dique que contenía las olas del Océano y abrió las puertas del mar. Entonces, éste se precipitó por la puerta abierta e invadió la ciudad con la velocidad de un caballo a galope. Tan aprisa como el rey Gradlon, que huía —evidentemente a caballo— perseguido por el mar y llevando a su hija a la grupa.

Entonces, una voz dijo al rey que abandonara a su hija, causante de todo el mal; y como Gradlon la dejara caer, el mar se la tragó, y entonces se detuvieron las aguas. Pero la ciudad quedó abismada bajo las olas, que habían alcanzado una altura superior a la del campanario más alto, de la torre más elevada. 
Las leyendas tienen su propia lógica, que no es forzosamente la de todos los días; pero la que nos ocupa presenta extrañas lagunas. Y a buen seguro que hay inverosimilitudes, puesto que se trata de una leyenda...

¿Y si, no obstante, la historia fuese verdadera, pero a la inversa? ¡Cómo se ordenaría en seguida más lógicamente! 
Es evidente que toda la península de Armor está «en el peligro del mar», y sin duda se encontraba especialmente amenazada la punta extrema del Finisterre y la ciudad de Ys, en su extremidad, y podrían producirse corrimientos de tierra. 
Sin embargo, en tiempos muy remotos, gentes muy sabias —aunque esto es una leyenda como otra—, por medio de alineaciones de piedras verticales habían logrado estabilizar el suelo y poner un «dique» a la invasión del mar. Un dique semejante al que aún vemos en Carnac, entre cuyas piedras verticales, las había que eran piedras «llaves», que no había que «hacer girar», invertir; y este dique guardaba a la antiquísima ciudad sagrada de Ys, cuyo rey custodiaba la «copa» del saber, razón por la cual se le llamaba Gradlon.

Y puesto que la tradición era ésta, las piedras del dique, y en especial las «llaves», se consideraban como sagradas, y el pueblo las veneraba. 
Pero llegó un tiempo en que la Galia fue cristianizada y empezaron a ser perseguidos los druidas, que eran los guardianes del saber y de la tradición. Y ocurrió que un panonio que evangelizaba el país e ignoraba sus tradiciones, interpretó las piedras verticales como ídolos paganos. Quizás estaba animado de la mejor buena fe, pero como desconocía todo lo de allí, y especialmente que los galos no tenían ídolos, inducía a los neófitos a destruir las piedras antiguas, reverenciadas por el pueblo. 
Dicho evangelizador fue san Martín, sin duda anterior a Carlomagno, el mayor destructor de megalitos.

Ahora bien, el rey Gradlon, en su ciudad de Ys, tenía una hija llamada Mahu, la cual sería discípula del panonio, pues un día, a ejemplo de su maestro, empezó a derribar las piedras sagradas, «haciendo girar» entre ellas, las «llaves» del dique. 
Entonces, bajo las embestidas del mar, los suelos se disgregaron, y la bahía de Douarnenez, con su ciudad de Ys, se sumergió bajo el mar. 
Yo diría que la leyenda contada así, suena mucho mejor... 
Y es reconfortante pensar que si Gradlon se desembarazó de su ignorante hija, salvó, sin embargo, su yegua.

O ésta lo salvó a él. Como se quiera. 
Quedan aún alineaciones en otro lugar de la Bretaña muy amenazado, también porque justamente en aquel paraje existe, según los geólogos, una falla muy importante. Se trata de Carnac. Y quizá porque todas estas alineaciones no fueron respetadas antaño, se hundió una parte del suelo que ahora forma el golfo de Morbihan, sumergido también en la Era cristiana. 
Sin duda se han hallado en las alineaciones de Carnac orientaciones que darían motivo a preguntarse si no se trataba allí de una especie de templo solar. Se han encontrado también, en las separaciones entre las piedras, medidas que tendrían algún valor de enseñanza. E, incuestionablemente, existen en tales alineaciones otras muchas cosas relacionadas con la Tierra y el Sistema Solar...

Pero tratar de reducir estos monumentos a un solo dato sería, sin duda, un error. La Tierra es un todo, igual que el mundo solar, que engloba el de la Tierra, y una obra sólo es válida mientras «armoniza» con ese todo terrestre y ese todo solar. De la misma forma que un árbol sólo puede ser un árbol en concordancia con todas las fuerzas cósmicas. 
Sea como fuere, desde el siglo VIII, los bretones dejaron de destruir las «piedras del Diablo», y empezaron a «cristianizarlas» por medio de cruces (¿debido a qué experiencia?), y desde entonces no se ha movido el suelo. Pero como es probable que estas piedras lleguen a molestar a algún constructor o arquitecto y sean, por tanto, demolidas, no dejará de ser curioso ver lo que pasará...

Lugares con MEGALITOS


Si la ciencia tradicional ha podido —de una manera relativa— trasponer los siglos, ha sido porque reposaba sobre bases seguras y porque sus resultados eran buenos. Si sus bases hubieran sido falsas, nada habría sobrevivido de la tradición. 
Actualmente se transmiten «leyes» de maestro a alumno, ya que el Universo, todo el Universo, obedece a unas leyes, que buscamos a través de la medida, lo cual, sin duda, es un excelente sistema, si bien no concierne más que al fenómeno al que aplicamos la medición y sólo llegamos a enunciados de leyes epifenomenales.

Pero todas las leyes y, de consiguiente, todos los fenómenos, persisten. Un manzano que crece es el resultado de todas las leyes del Universo. No puede escapar a ninguna, lo cual viene determinado en el Espacio y en el Tiempo. 
Esto es cierto para el árbol, la piedra, la tierra, el animal, el hombre... 
Se comprende, pues, que el conocimiento de la piedra, del árbol o del hombre, pueda dar un conocimiento de las grandes leyes universales y del propio Universo, a condición de alcanzar la esencia misma de las cosas, y no sólo su aspecto como fenómeno. 
Al no ser material la esencia de las cosas en el sentido en que la entendemos nosotros, la Ciencia tradicional parece haber tenido por objeto su conocimiento, más que el de la materialidad que se deriva de ellas, considerando que el conocimiento de la esencia llevaba al de la materialidad.

Ello originó, sin duda, un sistema de exploración de la materia, que desemboca en el conocimiento de su esencia, a través del aprendizaje de un ritual de trabajo, o sea, una «puesta en relación» del hombre con la esencia de la materia que éste trabaja, y por analogía, con todas las esencias, hasta la relación con la Esencia inicial, lo que engendra conocimiento de las materialidades, expresiones sensibles de tales esencias. 
En cierto modo, una ciencia inversa de la nuestra, que pretende ir de la materia a la esencia..., aunque, por lo regular, fracasa en ello.

El resultado de esta ciencia tradicional es que el hombre ha podido llegar a un extraordinario conocimiento, en profundidad, de las materias, así como de sus formas y ritmos. 
Por tanto, puede admitirse que la espiral del juego de la oca en el suelo de Francia es la materialización de una forma esencial de nuestro hexágono y, en el orden práctico, de su utilización con fines humanos.

Los conocimientos de los hombres de la Prehistoria sobre la naturaleza de la tierra no resultan ya tan asombrosos vistos desde este ángulo. Y, por ejemplo, los de las virtudes de los lugares, de las tierras y las aguas. 
Se ha dicho muy a menudo que los galos —que las utilizaban ya— comunicaron a los romanos la noticia de las propiedades curativas de ciertas fuentes de las Galias. Pero es notorio que los galos del período galorromano conservaban tal conocimiento de gentes muy anteriores a ellos, puesto que algunos monumentos megalíticos mucho más antiguos que los galos señalan ya también ciertas fuentes «activas».

Podría creerse que fue el resultado del simple azar lo que llevó a descubrir las propiedades de dichas fuentes; pero la explicación es muy poco satisfactoria cuando se trata de aguas subterráneas para llegar a las cuales hubo que excavar. Pienso en los manantiales salados, cerca de Saint-Pére-sous-Vézelay, en donde los restos galos de su explotación ponen de manifiesto que fue necesario excavar profundos pozos para alcanzar la capa de agua activa. Pienso en el pozo de Chartres, en Chalice Wells, en los pozos del Graal en Glastonbury, y en muchos otros... 
En lo que atañe a los manantiales salados, como quiera que la acción se obtiene por inmersión, a algunos metros del río de La Cure, fue menester que los reumáticos de la época conocieran las propiedades de aquella agua antes de excavar para utilizarla, y no, desde luego, para bebería, pues es salada; y si la hubieran sondado en busca de la sal, nunca se habrían bañado en ella... 
Hemos de convenir en que la Ciencia moderna no sabe encontrar estas fuentes o aguas curativas, ya que, en lo tocante a los manantiales que utilizamos actualmente, conocemos su emplazamiento gracias a tradiciones y a señales antiguas.

Que el camino que seguían nuestros antepasados no haya sido análogo al que intentamos seguir nosotros por las vías de la Ciencia moderna, no implica que el conocimiento fuese menos profundo; y aun cuando la revelación primera fuese instintiva, hizo falta, para organizar la explotación, que tal saber se transfiriese a la consciencia y fuese reflexionado. 
Sólo hay aguas, y tierras... 
He advertido ya esta particularidad que señala ciertos lugares Lug, como Loudun, Louviers y Luxeuil. Tal vez habría que añadir a ello la elección hecha, milenios más tarde, por los Templarios para instalar sus Encomiendas de iniciación (por lo menos la leyenda las da como tales) de Luz-la-Croix-Haute y Luz-Saint-Sauveur. Quizás ellos sabían más. 
Sea como fuere, es digno de nota que todos los lugares de viñedos que producen los llamados «grandes caldos» (que los antiguos tomaban de buen grado como medicina) se encuentran en regiones que pueden considerarse como sagradas, señaladas, ya por su nombre mismo, ya por monumentos megalíticos.

Así, conviene mencionar, en el camino de Santiago de Compostela, la excelencia del vino que sigue la «línea de los Lug»: Logroño, León y Lugo; y no es menos extraordinario comprobar que se encuentran sin gran esfuerzo los restos de los cultos antiguos —e incluso muy antiguos— en los parajes de los grandes caldos franceses. 
El más evocador es, sin duda, Beaune, «donde todos los vinos son buenos», como decía la letra de una marcha militar de la Guerra de los Cien Años; aquel Beaune que fue, sin lugar a dudas, un Bélen, del nombre del Gran Dios Universal de la Era del Carnero (Bélier). Pero también abundan los otros ejemplos: las piedras sagradas de Montrachet; la existencia antigua de un dolmen en la cumbre del cercado de Vougeot; la atribución a Mercurio de un antiguo lugar sagrado que hoy llamamos Mercurey; la atribución a Pomona de otro antiguo lugar sagrado, actualmente Pomard; y muchos otros, como los Morgón, lugar de culto al Sol naciente, y Julianas, donde Juliano sustituyó a otra divinidad. En realidad, todos, si se buscan bien... Y no sólo en Borgoña y Beaujolais, sino también a todo lo largo de este río Loire, río ligur jalonado todavía por un camino de dólmenes; y Loir, otro Ligara, donde se cosecharon, entre los monumentos megalíticos, renombrados vinos, algunos de los cuales sobrevivieron a la filoxera.

Ya he citado, entre Garonne y Dordogne, este dominio de Lug que parece haber tenido por centro Lugasson, en donde, después de Lug, vinieron a instalarse Bélen y su páredra Belisama, antes de Notre-Dame de Blasimon. Ahora bien, dicho dominio abarca todo el «Entre-deux-Mers», donde los vinos son no sólo exquisitos, sino muy buenos para la salud. Evidentemente, este Entre-deux-Mers habría que leerlo «Entre-deux-Méres», las dos «Matronas», son el Garonne y el Dordogne. 
No se conoce muy bien la antigüedad de la vid, por lo menos de su cultivo. Se introduciría, sin duda, muy pronto, ya que el primer acto de Noé al salir del arca —según la Biblia— fue plantarla..., y coger una borrachera, de la cual quedó memoria en las Sagradas Escrituras. Mas, al parecer, ciertos vinos han sido considerados siempre, sino como sagrados, por lo menos vinculados a las cosas sagradas. Hay algún eco de esto en Hornero. Y Rabelais no ocultaba que reconocía en el vino y en la embriaguez una importancia de iniciación.

También se sabe que los druidas habían prohibido el cultivo de la vid, aunque, según los antiguos, tal prohibición no afectaba a ciertos lugares consagrados a las divinidades, lo cual no era sino pura sabiduría, ya que hay sitios en los que pueden elaborarse verdaderos vinos, y otros, en cambio, en que sólo es posible obtener un mal brebaje alcohólico. 
Es probable que en los tiempos megalíticos no se obtuviera vino por falta de recipientes aptos para esa sutil alquimia que sólo puede desarrollarse en cavas, o sea, en el mismo seno de la tierra. Sin embargo, no cabe duda de que conocían la importancia de los lugares que veneraban —y utilizaban tal vez de otro modo—. Ello demuestra un admirable conocimiento de la naturaleza del suelo en todas sus propiedades —y no sólo las químicas—; en una palabra, de su «esencia». 
¿Y en qué habría de ser inferior el conocimiento instintivo al analítico? Lo que interesa es el conocimiento y no sus medios.

Sin embargo, no me gustaría generalizar demasiado. Los períodos civilizados suelen ser cortos y alternan con ciclos de decadencia. La tradición no es la Ciencia, sino el vehículo. Todas las pinturas rupestres no son las de Altamira, ni todas las pirámides son las de Ghizeh, y no conviene confundir Chartres con Saint-Sulpice, ni Amiens con el Sacré-Coeur. 
También hay que distinguir entre los dólmenes, y después de tantos siglos no estamos muy en condiciones de evitar una confusión entre lo que fue un monumento y lo que fue una construcción ersatz. Se erigieron, además, dólmenes con carácter de túmulos hacia la época galorromana y, después de todo, las losas de nuestros cementerios son todavía imitaciones de dólmenes. 
Pero, ¿qué eran estos monumentos? Ninguna de las explicaciones dadas resulta satisfactoria. La más difundida es la de que se trataría de monumentos funerarios, y algunos tal vez lo fueron; pero, ¿fueron sólo eso?

El hecho de que con frecuencia se hayan encontrado esqueletos debajo de las piedras, no creo que permita afirmar que su destino primitivo fuera el de dar cobijo a los mismos. De lo contrario, podría sostenerse también lo mismo por lo que respecta a todas las iglesias de Francia, excepto Chartres. Ahora bien, no parece que los templos fuesen construidos para utilizarlos como mausoleos, salvo las pequeñas capillas de los cementerios. Saint-Denis no fue edificado para enterrar a reyes, ni los Inválidos para conservar los restos mortales de Napoleón, ni, probablemente, las tres pirámides para guardar los de Keops, Kefrén y Micerino. 
Sin embargo, me guardaré muy bien de afirmar que los dólmenes no fueron túmulos; pero ciertas particularidades me inducen a creer que si lo fueron algunos, lo serían «por añadidura», ya que su utilidad primordial era diferente. Éste es un punto sobre el que trataré de extenderme más adelante.

Los monumentos megalíticos no comprenden sólo dólmenes, sino, además, galerías cubiertas, que tienen a veces un aspecto muy similar a los mismos. Se ven allí también menhires o piedras clavadas en el suelo, que por lo menos en Francia fueron demolidos en gran número, ya con la idea de desarraigar una veneración popular, ya con la de desembarazar un campo de una piedra engorrosa, ya, finalmente, para darles un nuevo empleo. Así, en el Cotentin se ven menhires pequeños aprovechados como sólidos largueros de barrera en los campos. Otros figuran en las puertas de las iglesias, y otros sirvieron para hacer escalinatas de casas. Tampoco es insólito encontrar sarcófagos utilizados como pilones para el ganado. 
Tenemos también los cromlechs, recintos de piedras verticales, a menudo de dimensiones modestas, que señalaban el cercado de un terreno, casi siempre de forma circular, y, en algunos casos, rectangular.

Quedan, por fin, las alineaciones respecto a las cuales hemos de advertir que la razón de ser de algunas de ellas es obvia, como la «avenida» que conduce al vasto recinto de Avesbury, cerca de Stonehenge, en Inglaterra; pero hay otros, como los de Karnak, que no son avenidas y plantean un problema muy complejo.
Desde el punto de vista monumental, estas piedras verticales constituyen la primera manifestación de aquel pueblo disperso que, sin lugar a dudas, enseñó a los demás. Salvo los menhires, diseminados un poco por doquier, las encontramos especialmente en los «dominios de Lug» que constituyen la espiral del juego de la oca en el suelo de Francia. 
No es posible, pues, enlazadas como están con disposiciones geográficas muy sabias, considerarlas, como se hace demasiado a menudo, cual manifestaciones bárbaras. Este punto de vista ha caducado especialmente desde que los calculadores electrónicos revelaron que algunos de dichos monumentos eran instrumentos de cálculo astronómico muy perfeccionados, como los de Stonehenge. 
Esto merece, pues, intentar descubrir el posible uso que se dio a estos monumentos, en el bien entendido de que todas las ideas que puedan aventurarse a este propósito son conjeturales. 
...Como lo son, por otra parte, todas las opiniones precedentes.

Los DOLMENES

* EXTRAIDO DE GIGANTES,MISTERIOS DE LOS ORIGENES.

LOS DÓLMENES

En su origen, el dolmen era una mesa de piedra, más o menos gruesa, de mayores o menores dimensiones, colocada sobre tres o cuatro pilares. Es una definición muy general, ya que existen diversos tipos de dólmenes, que respondieron quizás a necesidades distintas. 
Algunos fueron construidos al aire libre; otros, enterrados bajo túmulos. Es lógico pensar que tuvieron destinos diferentes, pero los hay que se hallaron bajo un túmulo y están ahora al aire libre o sólo enterrados en parte, lo cual no simplifica, desde luego, las investigaciones. 
Se han dividido, según su tipo, en dólmenes de varias mesas, en dólmenes de mesa simple y en galerías cubiertas, y resulta difícil, por no decir imposible, diferenciar verdaderamente los de varias mesas de las avenidas cubiertas. 
Añadamos a esta confusión el hecho de que hubo ciertamente dólmenes verdaderos y dólmenes imitados, porque es probable que se siguiera erigiéndolos cuando su razón de ser estaba ya olvidada, igual que se siguió edificando iglesias góticas cuando los datos de base de ese estilo no eran ya conocidos ni enseñados, y se siguió construyendo pirámides cuando ya se habían perdido sus principios y datos cósmicos.

Además, los «verdaderos» y los «falsos» tienen una cierta identidad de apariencia, pttes la técnica duró más tiempo que el principio, y la «Era de] dolmen» fue indudablemente muy larga. A principios de nuestra Era seguían erigiéndose pequeños, a modo de tumbas... 
Ello nos lleva a hablar del uso de los dólmenes, a los que casi todo el mundo está de acuerdo en considerar como tumularios. Y, sin duda, esto es cierto también, como también lo es en lo que respecta a las pirámides. 
Sin embargo, como dólmenes y galerías cubiertas eran, a buen seguro, monumentos sagrados, contrariamente a los men-hires y cromlechs, se plantea la cuestión: ¿fueron tumularios por ser sagrados, o sagrados por ser tumularios? 
Por las razones expuestas, sólo pueden ser conjeturales los estudios acerca de dichos monumentos; y, como los demás, seguirán siendo así hasta que se descubra el «principio» que está en el origen de su erección.

Toda la parte documental de lo que viene a continuación ha sido tomada del excelente librito de Fernand Niel Dolmens et Menhirs, que encierra, en forma condensada, una extraordinaria cantidad de informes geográficos y de otro orden . He hecho amplias transcripciones de dicha obra... 
El aspecto tumulario actual de estos monumentos es innegable. En los dólmenes se halla gran número de esqueletos, incluso demasiados y de tipos excesivamente dispares... Se encuentran —dice Niel— en un mismo monumento restos de incineración e inhumación, como en el dolmen de Truans cerca de Saint-Affrique (Aveyron). Además, los cuerpos se hallaban tanto acurrucados como tendidos. En la galería cubierta de Ossun (Bajos Pirineos) aparecían con la espalda apoyada en la pared, y en el dolmen de Collorgues (Gard), una quincena de esqueletos habían sido dispuestos "como los radios de una rueda de coche"... Los esqueletos de niños no son tan raros, y aun el de un cachorro de perro al lado del de una anciana en el dolmen de Eyford (Gloucestershire, Inglaterra).

Pero el aspecto más curioso de estas tumbas reside en el número, relativamente elevado, de esqueletos hallados a veces en un mismo dolmen. Cuernos algunas cifras: 80 esqueletos en el dolmen de Monte Abráo (Portugal), 62 en el del Monastier (Lozére), 50 en el de Port-Blanc (Morbihan), 64 en la avenida cubierta de Épone (Seine-et-Oise), 100 en la de Chamant (Oise), 300 en el dolmen de Sainte-Eugénie (Aude), etc. En Escandinavia, cuando el dolmen no podía ya dar cabida a las osamentas, éstas se dejaban fuera del monumento... 
Es evidente que durante siglos el dolmen que se encontraba allí sirvió de necrópolis; pero, ¿fue ése su destino original? ¿No sería un medio de poner a los muertos bajo la protección de un monumento sagrado, aunque su origen se ignoraba? 
Por otra parte, Niel reconoce muy razonablemente: 
Habría varias reservas que formular en cuanto al destino del dolmen-tumba. Algunos de estos monumentos, compuestos de soportes en forma de pilares, no se prestan a un destino funerario. Igual ocurre por lo que respecta a otros erigidos sobre bancos de rocas naturales. Se han visto construidos sobre fuentes o en el lecho de los ríos. Sería posible, pues, que, en diversas circunstancias, monumentos del tipo dolmen hubieran sido edificados con un fin distinto del de cobijar restos humanos...

Finalmente, el hecho de encontrar esqueletos en los dólmenes no significa nada en absoluto o, cuando menos, no proporciona informe alguno acerca de la razón de ser de tales monumentos, como tampoco los restos que reposan en las criptas de nuestras iglesias y catedrales, y cuyo número va aumentando de siglo en siglo. Como máximo, podemos afirmar que los dólmenes sirvieron de tumbas individuales o colectivas, pero no cabe aseverar que ésta fuese su finalidad primitiva, y, en efecto, aparte los cuerpos, en estos monumentos se encuentra de todo y de todas las edades: sílex tallados, hachas pulidas, espadas, puñales y hachas de bronce, estatuillas de divinidades galas o romanas, monedas romanas..., y hasta liarás con la efigie de Luis XIII. 
Tampoco nadie ha podido explicar jamás de modo satisfactorio cómo pudieron ser construidos los dólmenes, no los pequeños, sino los grandes, cuya realización deja a uno pensativo. 
Conviene dar algunas cifras, pues son más elocuentes que todas las explicaciones. 
He aquí las dimensiones y pesos aproximados de mesas de algunos dólmenes: Bagneux (Maine-et-Loire), 7,50 X 7x 0,50; 52 toneladas; Mané-Ritual Locmariaquer (Morbihan), 11,50 X 4,50 X 0,50; 60 toneladas; Antequera (España), la gran mesa: 8 X 6,50 X 1; más de 100 toneladas; Bournand (Vienne) pesaría 110 toneladas y, en fin, en Gast, en Calvados, una mesa, de la que no se está seguro que sea dolménica, mide 10,60 X 3,50 X 4, o sea, 148 m3, y pesa, como mínimo, 300 toneladas.

Ahora bien, todas estas piedras fueron extraídas del lugar donde se encontraban, transportadas —y, a veces, a enormes distancias— y erigidas sobre montantes puestos en el lugar y, a menudo muy altos, ya que algunos dólmenes están a 3,50 y a 4 metros sobre el suelo. 
En Pépieux (Aude) —dice Fernand Niel—, un dolmen se encuentra sobre una eminencia aislada, de amplia cima, pero de declives tan acentuados que se pregunta uno cómo pudo ser acarreada hasta allí arriba una mesa de treinta toneladas por lo menos. 
No se entrevé más medio que la construcción de una enorme calzada enteramente en forma de terraplén y formando un plano inclinado desde el llano hasta la cumbre. Por supuesto que no queda la menor huella de esa vía sobre la que habría avanzado la colosal mesa.

Distribución de los dólmenes en Occidente (según Fernand Niel).
Desde luego, tratamos de imaginarnos cómo debieron de realizarse aquellos desplazamientos, y lo hacemos en función de la idea que nos forjamos del desarrollo de la sociedad de aquel tiempo, lo cual equivale a decir que tomamos el problema al revés: nos imaginamos a hombres de quienes sabemos bien poco y, según lo que nos hemos imaginado, buscamos los medios empleados. Es tan poco lógico como posible. 
Y esto lo falsea todo, porque se admite a priori que se trata de primitivos subdesarrollados. Y constituye un procedimiento mental bastante común en nuestro tiempo, que niega todo saber a aquellos que no tuvieron o no aplicaron nuestra ciencia.

Es más científico admitir —como hace la tradición popular—, que, no habiendo podido ser transportadas estas piedras por hombres corrientes, fueron manejadas por gigantes. Y el problema es realmente éste: si las piedras eran demasiado pesadas para hombres comunes, las tendrían que desplazar y erigir individuos para los cuales el peso no era un obstáculo insuperable. 
Y ello, mediante el empleo de máquinas de las que no tenemos idea, o bien por efecto de una maestría desconocida sobre las fuerzas de gravitación. 
Ninguno de los medios imaginados es válido para las mesas más pesadas: ni los trineos sobre un camino de arcilla húmeda, ni el acarreo sobre troncos de árboles. Sólo una ciencia extraña para nosotros pudo realizar esos transportes y construcciones. 
Se ha lanzado la idea de que estas piedras pudieran ser puestas «en vibración» hasta obtener, por ultrasonido o infrasonido, una especie de «impulsos» que permitieran desplazamientos mínimos, pero repetidos... 
Las observaciones más interesantes en este campo me parecen las hechas por Gérard Cordonnier, ingeniero jefe del Gente maritime y expuestas —aunque no a tal respecto— en una publicación en que se estudian los fenómenos espaciales :

Es bien sabido —escribe Gérard Cordonnier—, que, a raíz de las sesiones de "espiritismo"', las personas reunidas en "cadenas cerradas" para "hacer girar mesas" han sido testigos a veces de levitaciones extraordinarias. Muebles de un peso considerable se han levantado y perseguido a los asistentes de forma amenazadora..., escapando a todo control... Entre los místicos cristianos y otros se encuentran casos de levitación, atestiguados también por tantos testigos (véase también el caso de Francoise Fontaine, de Louviers, citado anteriormente), que no cabe ya la duda... Los testigos de tales hechos han comprobado que el cuerpo del extático se había vuelto tan ligero, que oscilaba al menor soplo de aire. No se trataba, pues, de un cuerpo en equilibrio entre la gravedad y una fuerza antagónica, sino de un cuerpo que había alcanzado un grado de máxima levedad y cuya masa se había anulado, tal vez bajo la influencia de un campo "biopsíquico". 
Gérard Cordonnier emite al respecto una hipótesis de trabajo muy sugestiva, según la cual la estructura de masas elementales podría ser «vectorial»; una polarización, una «orientación» de esos vectores podría «hacer transparente» un cuerpo a los efectos de la gravitación en un sentido determinado. Se obtendría el efecto de polarización si se supiera crear un campo de orientación que actuara por resonancia.

No parece —en la teoría de Gérard Cordonnier— que esa «polarización» de las fuerzas gravitacionales requiriera una «energía» en el sentido en que nosotros la entendemos, sino sólo un «saber» como el exigido para abrir un candado de letras. 
La hipótesis es tanto más atractiva cuanto que reúne ese aspecto de la Ciencia tradicional según el cual el hombre, y más especialmente el «místico», está dotado de extraños poderes, algunos de los cuales reconoce humildemente san Bernardo haberlos recibido de Dios... 
De lo que no cabe la menor duda es de que, sea cual fuere la Ciencia que permitió la erección de los dólmenes, quienes los construyeron o los hicieron construir tuvieron, al hacerlo, un objetivo que no debía de ser específicamente tumular, y podemos estar seguros también de que el fin perseguido no era personal ni el resultado de una superstición. 
Se les puede, sin duda, conceder bastante altruismo como para creer que tenían presente un instrumento de evolución humana. En efecto, ya hemos visto que aquellos sabios daban, a los pueblos entre los que residían, la agricultura, la ganadería y unas «técnicas». El dolmen hubo de inscribirse entre esa aportación civilizadora.

¿Cómo? Con igual título, supongo, que todos los templos y catedrales: como instrumento de acción directa sobre el hombre. Y para eso hacía falta la ayuda de la tierra, es decir, del lugar. 
Es indudable que los lugares fueron escogidos. En efecto —dice Fernand Niel—, los constructores de dólmenes erigieron a menudo sus monumentos muy lejos de los lugares de extracción. Se citan los materiales de la galería cubierta de Essé (Ille-et-Vüaine), entre los cuales figura una mesa de 45 toneladas de peso, que habría sido transportada a una distancia de 4 kilómetros... Las losas del dolmen de Saint-Fort-sur-Né (Chórente), a 30 kilómetros; las del dolmen de Moulins (Indre) a 35 kilómetros, y una losa del dolmen de Soto (España), a 38 kilómetros. Igual ocurriría en Corea, donde los materiales de 22 dólmenes de Sune-Sane-Hi habrían sido transportados por vía fluvial...

Así, pues, se trata de «utilización» del lugar y de sus propiedades... 
¿De qué manera? A este respecto, me gustaría emitir una hipótesis: 
En cuanto a las galerías cubiertas o los dólmenes bajo túmulo, parece que se quiso «rehacer» allí la caverna, o sea, el paraje donde las corrientes telúricas se hallan —diría yo—, en estado puro. Y no creo que los pitagóricos siguieran otro imperativo cuando construyeron la «basílica» de la Puerta Mayor . 
Por otra parte, conviene advertir, a este propósito, que gran número de galerías cubiertas están acodaladas exactamente como la mayor parte de las grandes iglesias de la Edad Media o de los templos egipcios, lo cual sea tal vez una persistencia de la tradición. 
Por lo que se refiere a los levantados «al aire libre», muchos presentan una particularidad muy digna de nota. Se hubiera creído que «mesas» de piedra de tanto peso habrían sido instaladas con el máximo de «base»; no es así, antes al contrario. Se tuvo buen cuidado en no hacer descansar la mesa, sino sobre el mínimo de su superficie, casi en los extremos, de suerte que tuviera el menor contacto posible con los montantes. 
A veces hasta se consiguió el resultado de hacer descansar la mesa, en cierto modo, sobre «unas puntas de agujas», introduciendo, entre el montante y la mesa, un minúsculo tejo redondo, que soporta así todo el peso sobre puntas.

Habría allí una especie de absurdo, de reto a la solidez, si no fuera probable —dado que la cosa era evidentemente deseada— que hiciese falta que fuese así para la utilización que se pretendía. 
Además, en muchos dólmenes, ese «apaño» se mantuvo más allá de los milenios; es preciso, pues, que este aspecto algo «bárbaro» que les encontramos porque nos hemos habituado a las piedras «escuadradas», no lo sea realmente, ya que presenta esa perennidad, esa resistencia. 
Por tanto, nos vemos inducidos a creer que si las piedras de las mesas parecen ser toscas, es precisamente porque se quiso que fuesen toscas, sin «talla» previa. 
Así, pues, hay tres elementos: el lugar, la piedra y su modo de «suspensión». 
Respecto al lugar ya hemos tratado. 
¿Y la piedra? Al ser tosca, se toma como una entidad; una formación natural considerada en su plenitud. La piedra es una creación lenta de la tierra, del agua, del fuego, de las presiones y de las corrientes. Sacada del suelo, es la materia misma de éste. Sólo ha podido formarse, ya sea gresosa, calcárea, esquistosa o lo que se quiera, de acuerdo absoluto con todas las leyes terrestres, solares y cósmicas. Nada hay que sea terrestre que no esté en ella. Tiene su vida propia, según su textura y su lugar, que está en concordancia con la vida de la tierra. Su misma división laminar y su separación en bloques pertenecen a la historia de la Tierra. La herramienta no puede sino destruir esa unidad.

Su segunda propiedad es la de ser un acumulador. Si calentáis la piedra, el calor se acumula en ella; lo conserva y lo suelta sólo lentamente. En el lenguaje de los físicos, se dice que es refractaria como su hermano artificial el ladrillo. Y, por supuesto, es acumulador no sólo del calor, sino también de magnetismo y, sobre todo, de vibraciones. La piedra se pone fácilmente en resonancia, vibra sin dificultad. Toda vibración que esté de acuerdo con ella, según sus dimensiones, encuentra eco en la misma. 
Ahora bien, este acumulador resonante va a ser colocado justamente en las mejores condiciones de resonancia, es decir, sobre unas puntas que no sofocarán las vibraciones. Además, la piedra, en virtud de su peso, que tiende a doblarla —a lo que se opone su cohesión—, se encuentra «bajo tensión», o sea, que sus propiedades de resonancia son acrecentadas. Tenemos entonces que habérnoslas con un conjunto que se asemeja mucho a un instrumento musical. 
Que la tabla de armonía existe es, desde luego, un hecho, y yo lo he comprobado personalmente; pero saber cómo y por qué se utilizaba esta tabla, qué clase de acción se buscaba, eso rebasa ya el dominio de la conjetura.

En Los misterios de la catedral de Chartres hice notar que un resultado análogo de tensión de la piedra se había obtenido, en el edificio gótico, mediante el sistema de la intersección de ojivas; al ser la acción buscada un «acondicionamiento» del hombre en un sentido evolutivo, no es imposible que ocurriera lo mismo con la erección del dolmen. Con la diferencia de que éste es edificado por algunos individuos, y la catedral gótica, por una multitud. 
Aunque los dos monumentos se asemejan a las antípodas entre sí, existen otros puntos de aproximación entre la catedral y el dolmen: el de una utilización de capas de agua subterránea. Como las catedrales, los dólmenes tienen generalmente su pozo, el pozo dolménico, que parece haber pertenecido al conjunto que debía de constituir el dolmen y su recinto. Y muy a menudo, el agua de esos pozos tiene algunas propiedades terapéuticas. El nombre de Bonneau para dólmenes no suele ser tan raro.

Parece verosímil que exista cierta correlación entre esta agua y la acción buscada en el dolmen y, sin duda, también en las catedrales. 
Por todas estas razones, considero el dolmen como un instrumento de enseñanza directa por «puesta en estado» del neófito. 
Y probablemente como la acción de los dólmenes difería según los lugares e «instrumentos», una iniciación completa exigía el «viaje de iniciación» de un lugar dolménico a otro igual... 
Por otra parte, el viaje de iniciación siguió siendo una tradición que observaban los filósofos griegos y practicaban los druidas, herederos de un saber antiguo, viaje que terminaban, en tiempo de César, en Gran Bretaña, quizás en el «templo» de Stonehenge. 
No queda descartado que aquel «viaje» de los iniciados fuese anterior a la sumersión del canal de la Mancha. 
Porque los druidas figuran como los herederos de un saber anterior.